lunes, 2 de mayo de 2022

EL DESARROLLO DE LA INTELIGENCIA ESPIRITUAL COMO FUNDAMENTO DE LA ÉTICA DEL CUIDADO[1]

Es preciso iniciar aclarando de qué hablo cuando hablo de Inteligencia Espiritual, siendo que estoy convencido de que la inteligencia humana es una sola, aunque no se limita a lo racional, como suele creerse. Hablar de Inteligencia Espiritual pasa necesariamente por desmontar algunas concepciones equivocadas sobre el concepto “inteligencia”, una de las más importantes es la idea de que la inteligencia se puede medir con un instrumento como el coeficiente intelectual, el famoso IQ que tanta fama ganó en la segunda mitad del siglo pasado. Están también las inteligencias múltiples, concepto que, si bien permitió liberar a la inteligencia de su asociación indefectible con el pensamiento lógico y la capacidad de abstracción matemática —concebida en occidente como la razón y considerada erróneamente contraria, inclusive mutuamente excluyente, a lo emocional— corre el peligro de diluirla en un conjunto indiferenciado de facultades humanas.   

Hablar de Inteligencia Espiritual, como hablar de Inteligencia Racional e Inteligencia Emocional tiene un propósito meramente analítico, ya que se trata de tres dimensiones y manifestaciones distintas de una sola inteligencia. Imbricadas y mutuamente determinadas. Tres subsistemas del sistema inteligencia humana, para atender a procesos específicos de nuestro estar en el mundo, los procesos de pensar, de sentir y de conciencia de sí encontrando y dando sentido a la existencia.

La noción de Inteligencia Espiritual que propongo surge de dos fuentes y sus consecuentes procesos reflexivos, además, por supuesto, de la sistematización de mi propio recorrido espiritual:

a) La indagación sobre un concepto de espiritualidad que pueda ser compartida por creyentes y no creyentes y, por lo tanto, que no quede enredada entre las distintas versiones que las diferentes creencias tienen sobre lo sagrado y la vida más allá de la muerte. Es decir, una noción de espiritualidad que convoque a una conversación incluyente. Para ello me pregunté por lo que tienen en común quienes pueden ser consideradas personas buenas, con independencia de si son o no creyentes y si lo son, qué fe profesan. Esa búsqueda me llevó a la conclusión de que eso que tienen en común las personas que viven plenamente su espiritualidad, con religión o sin ella, es su Inteligencia Espiritual.

B) La inteligencia sentiente, aportación del filósofo vasco del siglo pasado Xavier Zubiri, que ofrece una extraordinaria explicación a lo que precede y hace posible a la razón y después al lenguaje: un saber que es sentido antes de ser pensado, una protoconciencia previa a la abstracción, la conceptualización y la enunciación; más cercana a la intuición que a la razón. Debido a que la evolución favoreció a los humanos con la inteligencia sentiente fue posible el proceso de hominización, primero, y de humanización después, donde el factor medular ha sido la capacidad del sentipensar.  

La inteligencia humana como unidad puede ser concebida como una flor de la que el cáliz es la inteligencia sentiente y, emergiendo de ahí, sus tres principales pétalos son las inteligencias racional, emocional y espiritual. Hablar entonces de Inteligencia Espiritual es hablar de una dimensión de una sola inteligencia humana que para ser entendida y analizada es abordada en su especificidad.

La Inteligencia Espiritual es lo que nos conecta con lo más profundo de nuestra humanidad, es el darnos cuenta de manera sentipensante del halito vital que nos da viabilidad como individuos de una especie caracterizada por la conciencia de su propia conciencia. Es lo que nos permite reconocernos siendo en el mundo, con toda la profundidad y trascendencia que eso tiene, y ahí sopesar y dar sentido a la existencia.

Una de las consecuencias más importantes de la inteligencia sentiente que nos devela Zubiri es que por ella y desde ella, los seres humanos nos situamos en el mundo abiertos a la realidad. Esta apertura puede comprenderse en contraste con la forma como el resto de animales no humanos se sitúan en el mundo: los instintos como respuesta a los estímulos del medio. Mientras los instintos van constituyendo el arsenal vital de cada especie con muy pocas variantes a lo largo de siglos, como puede ser la forma en que las abejas construyen y hacen funcionar sus panales (sin duda extraordinaria), es decir, de una forma cerrada, en los seres humanos las respuesta a los estímulos pueden ser inabarcables, eso explica nuestra capacidad para adaptarnos a distintos medios y circunstancias, y explica también el desenvolvimiento cultural que hemos tenido a lo largo de 200,000 años.

La apertura a la realidad que nos posibilita la inteligencia sentiente, se despliega, por la Inteligencia Espiritual en apertura a sí mismos, a los demás y al entorno. La forma humana de estar en el mundo es apertura a él, es habitarlo como elección continua entre diversas posibilidades de repuesta a los estímulos. La Inteligencia Espiritual nos lleva a decidir cómo habitarlo de manera que nuestra humanidad se despliegue plena y gozosamente.

Ahora bien, lo humano es primeramente gregariedad. Nuestra especie fue posible como resultado de la trama vincular que nos constituye. La evolución nos favoreció por la capacidad de ver los unos por los otros de la que depende nuestra viabilidad como individuos y, por lo tanto, por los lazos afectivos que somos capaces de desplegar. La especie humana ha sido viable, aún en términos eminentemente biológicos, por el amor. En estricto sentido biológico y antropológico el amor hizo posible y constituye lo humano.

La humana es una especie que logró superar su marcada debilidad frente a otras especies, de alimentarse en condiciones excepcionales y de tener un desarrollo craneoencefálico inédito, aún antes de poseer las capacidades que tenemos ahora para el raciocinio y el lenguaje, como resultado de los lazos afectivos y para la cooperación que pudimos fraguar (todo ello devino en su momento inteligencia sentiente). Y para ello fue también determinante toda la trama ecosistémica en la que se desarrolla nuestra vida. Por nuestra apertura al mundo y la capacidad de desplazamiento que eso nos permitió, la diversidad ecológica fue el medio propicio para nuestro desarrollo en diferentes paisajes.

Contra lo que afirma el gran equivoco que hace apología del individualismo al insistir en que somos seres autónomos y autosuficientes que primero somos lo que somos y luego nos relacionamos, los humanos somos viables porque nos relacionamos de manera interdependiente, entre nosotros y con nuestro medio. Como ninguna otra, somos como especie parte de la trama de la vida, todo lo otro y todos los otros nos constituyen. La Inteligencia Espiritual nos coloca en la tesitura necesaria para poderlo reconocer, apreciar, agradecer y celebrar.

Podemos ahora afirmar que la Inteligencia Espiritual es lo que nos permite tener una noción ética. Esa “ley moral en mi corazón” de la que habla Kant, pero que antes de ser un imperativo categórico es el anhelo del mayor bien posible para sí y para todos, que nos propone Aristóteles; es el saber que somos parte de la trama de la vida que nos acoge, provee, protege y nutre a la cual no podemos sino acoger, proveer, proteger y nutrir en un acto primordial de reciprocidad. Este saber anida en nuestra Inteligencia Espiritual. El cultivo de la Inteligencia Espiritual nos mantiene en la conciencia de nuestro estar en el mundo inmersos en una trama vincular que ve por nosotros y depende de que veamos por ella.

La Inteligencia Espiritual nos pone en nuestro lugar de pequeñez y vulnerabilidad reconociendo nuestra circunstancia dependiente del cuidado que nos prodigan nuestros congéneres y el nicho ecológico en el que hacemos nuestra vida. La ética del cuidado emerge de la Inteligencia Espiritual como conciencia de estar viviendo una vida que es asistida por la red de vínculos en la que estamos viviendo, trama que depende de la reciprocidad que cada uno le prodigue.

Quien cultiva su Inteligencia Espiritual no puede no reconocerse enlazado en la trama de la vida, vinculado a todo lo humano, acogido por la Tierra. Y reconocer así, cómo estamos, en palabras de Xavier Zubiri, vertidos los unos en los otros, determinando mutuamente nuestras vidas y posibilitando nuestra acción. Reconocimiento del que abreva el sabernos obligados a ser solidarios con todos los demás humanos, contemporáneos y futuros, y que nos insta al cuidado de la casa común.

La apertura al mundo posibilitada por la inteligencia espiritual nos sustrae del centramiento abstraído en nosotros mismos, en donde anida el individualismo. Nos saca del “capullo del ensimismamiento” del que nos habla Barbara Fredrickson[2], para ponernos en sintonía con nuestro entorno, con los demás, devolviéndonos a ellos y a nosotros nuestra plena humanidad y permitiéndonos la experiencia comunal, misma que descansa necesariamente en la cooperación. Esta vivencia es suficientemente robusta como para ser el cimiento de una convivencia que asegure a toda persona condiciones propicias para disfrutar, valorar y celebrar el estar viva. Tener motivos para celebrar la vida es un indicador de que nuestra vida es buena.

El cuidado es la actitud atenta y dispuesta a procurar el bien del otro en toda circunstancia, lo opuesto a la violencia. En esta tesitura, la ética del cuidado supone la proscripción de la práctica y justificación de cualquier tipo de violencia. El cuidado mutuo honra nuestra humanidad y pone diques al mal del que los humanos somos capaces de hacernos los unos a los otros y a lo que sustenta la vida toda en la Tierra. Por eso es también una ética del cuidado de todas las especies y de nuestra casa común. En este sentido, una ética del cuidado tiene también una dimensión política en tanto que significa anteponer el interés público al interés personal, reconociendo que la mejor realización de éste es posibilitada por la realización de aquél.

Apropiarnos de una ética inspirada en la Inteligencia Espiritual supone asumir a cabalidad el ser ciudadanos involucrados en las acciones colectivas por el bien común. Quien cultiva la inteligencia espiritual se suma a la acción colectiva y participa de manera voluntaria en diversas causas en solidaridad. Ser ciudadanos responsables supone también ser consumidores responsables

Aspirar al mayor bien posible para sí y para todas y todos pasa también por superar el androcentrismo en el que habita la masculinidad tóxica. El mandato hegemónico de masculinidad y el desafane de las labores de cuidado en el ámbito doméstico está dejando en las espaldas de las mujeres la crianza de la prole y la atención necesaria a los ancianos y las personas que no pueden valerse por sí mismas. ¿Cómo hemos llegado a esto si para criar a un infante se necesita una tribu? como reza el refrán africano. Las labores de cuidado no reconocidas como trabajo y no remuneradas ─siendo que aportan a la economía como una externalidad ocultada─, son un subsidio al capital que no retorna de ninguna manera a quienes lo generan.

La ética del cuidado supone también desterrar el odio a quien es diferente, al extranjero pobre, a quien sufre discapacidad; supone erradicar la homofobia y la transfobia en sus diferentes manifestaciones, de la mano de la aceptación respetuosa y gozosa de la diversidad humana en todas sus dimensiones.  

Depende, además, de una reconfiguración de los parámetros en los que se ha desarrollado la economía, justificando las enormes desigualdades a escala planetaria que hacen que 1% de la población más rica concentre más de la mitad de toda la riqueza mundial; el resto se distribuye, también de una manera muy desigual, entre el otro 99%. La ética del cuidado supone también no ser indiferentes ante la pobreza, sus causas estructurales y sus consecuencias, y actuar para erradicarla.

Y por supuesto, la ética del cuidado es sentido y práctica del autocuidado, empezando por nuestro propio cuerpo para lo cual es preciso deshacernos de otro equivoco: que nosotros no somos nuestro cuerpo, llegando incluso a despreciarlo por ser corruptible o también causa de pasiones que nos desvían de la virtud. La ética del cuidado y la preservación de la salud se implican mutuamente.

Y en esta perspectiva integral que nos propone la simultaneidad de las aperturas a uno mismo, a los demás y el entorno, el autocuidado es acoger, proveer, proteger y nutrir todo el entramado vital que nos acoge, provee, protege y nutre; viviendo una vida en reciprocidad.  

Esto se torna más importante y urgente dada la crisis civilizatoria por la que estamos atravesando los humanos, con serias consecuencias para el medio ambiente, comprometiendo como nunca antes la viabilidad de la especie humana y heredando a las futuras generaciones un cúmulo de condiciones adversas.

Leonardo Boff y otros profetas contemporáneos advierten de la necesidad de una revolución espiritual para superar esta crisis civilizatoria —cuyos impactos son personales y colectivos— y cimentar un futuro factible para la humanidad.

Hoy el mundo necesita una ética apropiada en el doble sentido del término. Que sea propia de las circunstancias que vivimos —se ajuste y responda a—: una crisis civilizatoria que urge ser superada so riesgo de la extinción de la especie humana —lo que sería una verdadera pena—, y que clama por justicia a millones de seres humanos que sufren condiciones inhumanas de vida en el presente. Y en el otro sentido, una ética que cada persona pueda hacer suya, apropiársela en su forma de estar en el mundo, haciendo de su vida una vida comprometida con el buen vivir colectivo.

Se trata de la solidaridad vivida en modo de empatía y compasión hacia nuestros congéneres y otras especies, y respeto a la casa común, haciéndonos cargo de las consecuencias de nuestros actos en un estilo comunitario de vivir el cuidado; sin olvidar nunca que el ejercicio de la libertad supone ser responsables de las consecuencias de nuestros actos.

Vivir de esa manera es propio de quien cultiva la Inteligencia Espiritual.


  Dr. Rafael González Franco de la Peza

[1] Presentado en el Panel 2: El autocuidado como espiritualidad: posibilidad de la práxis cristiana, en el 5to Simposio de Teología y Pastoral: Saber cuidar y educar para cuidar: hacia una teología, espiritualidad y práxis del cuidado. El 27 de abril de 2022, organizado por el Centro Sofía de la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce, Puerto Rico. Texto basado en la obra de mi autoría González-Franco de la Peza Rafael (2020) Inteligencia espiritual sin espíritus ni dioses. Autoedición.