Tres miradas a la muerte
Primera mirada: La propia muerte
A los seres humanos se nos hace
intolerable la idea de la muerte, “sabernos mortales es ante todo sabernos abocados a la perdición. Lo más grave no
es precisamente no durar, sino que todo se pierda como si jamás hubiera sido”
nos dice Savater (S. 2007-40)
No podemos concebir que dejaremos de
existir en algún momento, se trata de un hecho inconcebible desde el miedo,
cuando no del terror, ante lo que se nos aparece como la mayor de las
fatalidades. Su inevitabilidad, contundencia e irreversibilidad confrontan y
hacen palidecer nuestra ilusión de tener control sobre todo. Frente a la muerte
estamos inermes, absolutamente desvalidos, no hay nada ni nadie que nos libre,
y eso es intolerable. “Damos por hecho que nos corresponde vivir pero
nos cuesta mucho esfuerzo mítico reconciliarnos con la muerte… y siempre se
trata de una reconciliación relativa, un mero apaño” (S. 2007-46). Morin y Kern
lo dicen así: “Todos los vivos son arrojados a la vida sin haberlo solicitado,
están condenados a la muerte sin haberlo deseado” (M y K, 2005-52)
¿No es pues la idea de la inmortalidad
resultado de la resistencia a aceptar la muerte? Freud nos dice: “La muerte
propia es […] inimaginable y cuantas veces lo intentamos podemos comprobar que
seguimos siendo meros espectadores […] en el fondo nadie cree en su propia
muerte o, lo que es lo mismo, en lo inconsciente todos estamos convencidos de
nuestra inmortalidad.” (citado en S. 2007-52)
Ante la muerte, la perplejidad por
estar vivos deviene angustia por nuestra finitud, enojo porque la vida termina
y miedo a lo desconocido. Así, la muerte se convierte en objeto de nuestro
rechazo, seguido de negación.
¿Por qué temer a la muerte? Hace ya mucho
que los estoicos nos dejaron una de las más grandes lecciones de la vida: tu
muerte y tú nunca se encontrarán, porque mientras estás vivió la muerte no
está, y cuando la muerte llega, tú ya no estarás.
El miedo a la propia muerte, la
negación de la propia muerte y el empeño en creernos inmortales nos lleva vivir
a fuerzas, a vivir aguantando, soportando, resignados a lo que se nos aparece
como un trance necesario para algo más, y así, sin darnos cuenta despreciamos
la vida y desperdiciamos la vida. Dejamos de extraer hasta la última gota del
elixir de la existencia, que nos llevaría a gozar profundamente cada instante,
cada vivencia, cada gesto hermoso que se nos va apareciendo, cada momento de
ternura; y así nos enconchamos, nos ensimismamos, nos volcamos hacia nuestro
ego mezquino y amargado.
Según esto, nuestro
cuerpo sería un receptáculo, un vehículo, un continente de nuestro verdadero
ser, necesario durante nuestra estancia en el mundo, prescindible cuando
termine; algo corrompible cuyo destino es desintegrarse; inclusive un mal
necesario según algunas versiones. Que nuestro cuerpo no sea nosotros
mismos o lo sea sólo en parte, hinca una escisión en nuestra identidad. Pero,
además, al cuerpo se le culpa de deseos y pasiones que son fuente de sufrimiento
o de pecado y así, despreciando nuestro cuerpo, vivimos con desprecio a
nosotros mismos. Aún más, se nos educa no sólo como si nuestro cuerpo no fuera
nosotros mismos, sino como si ni siquiera fuera nuestro, por eso otros pueden
disponer de él, sobre todo si soy mujer. Un cuerpo
corruptible, imagen que choca con nuestra pretensión de estar por encima del
resto de los seres vivos; por eso acaba siendo un accesorio desechable de
nuestro ser. No toleramos la idea de ser un cuerpo que acaba por pudrirse y desintegrarse:
¡qué se pudra él! (mi cuerpo), ¡yo no soy él! No nos damos cuenta de que así
acabamos repudiándonos nosotros mismos.
Estas negaciones encuentran en el
equívoco de la supremacía humana la mejor coartada: ¡los seres humanos no
podemos ser como el resto de los seres vivos! Decimos; suponemos que si bien
compartimos un elemento orgánico que estando sujeto a la naturaleza ha de
morir, algo vive en nosotros que tiene que ser inmortal. Cuánta soberbia hay en
la pretensión de inmortalidad y cuan incapaces nos hace para disfrutar y vivir
una vida que valga la pena ser vivida, junto con las y los demás, conviviendo,
gozando y construyendo una casa en la que quepamos todas y todos. Cuan
insensibles nos hace para cuidar de esta casa común y preservarla para los que
han de venir.
Segunda
mirada: Cuando muere alguien que amamos
En esta tesitura de negar nuestra
finitud tras la muerte, una faceta medular es la muerte de un ser querido. Sin
duda, uno de los indicadores de que amamos a alguien es el gran sufrimiento que
nos provocaría su deceso. Difícilmente puede experimentarse dolor más profundo
que el de la muerte de alguien a quien amamos. Es como si con su muerte algo
muriera dentro de nosotros, y sí, porque las otras personas, al estar vertidas
en nosotros, de alguna manera están en nosotros; pero a las que amamos, su
estar en nosotros se vuelve casi físico, es como si anidaran dentro nuestro y
su partida fuera un arrancón que se lleva una parte de nuestras entrañas
causándonos un intenso dolor, una fuerte conmoción.
Quienes amamos habitan dentro nuestro,
por eso su muerte nos deja deshabitados. Nunca la vida aparece tan desolada,
tan extraña, tan ajena, sombría y sin sentido como cuando alguien a quien
amamos muere. Y si esa muerte es intempestiva, más fuerte es la conmoción. Al
dolor se le suma un aturdimiento como si estuviéramos entrando a un obscuro y
ensordecedor laberinto de extrañeza.
La analogía que al respecto de la
muerte de un ser querido hace Savater es cruda, escalofriante:
Un
extremo de la relación se pierde pero el otro sigue en nosotros, como si
conserváramos en las manos el cabo de una cuerda de cuya otra punta ya no tira
ni cuelga nadie. Damos tirones pero no hay repuesta: la cuerda vuelve poco a
poco en toda su longitud vacía a nuestras manos y ya no ofrece resistencia,
aunque la niebla oculta ese otro extremo desocupado, ingrávido. Y no sabemos
qué hacer ni cómo desprendernos de nuestra parte de la soga, la que permanece,
querámoslo o no en nuestras manos. Lo peor de los muertos es que, aún ya
muertos… ¡siguen pareciéndose tanto a los vivos! Nos duelen después de la
muerte, como el miembro amputado sigue molestándole tras su ausencia a quien lo
perdió. (Savater, 2007-48)
Es intolerable la idea de que quien
cuya presencia cotidiana nos es tan amable e indispensable ya no estará más con
nosotros, ¡nunca más! Que no volveremos a disfrutar de su compañía, de escuchar
su voz, de intercambiar caricias y palabras amorosas, de compartir momentos
entrañables de alegría, lucha o acompañamiento en momentos difíciles. ¡Y ya no
volverá nunca! porque ya no está más en este mundo.
Cuando alguien que amamos muere
lloramos por nosotros mismos, lloramos por el dolor que nos provoca su partida,
lloramos porque hemos quedo deshabitados. El gran equivoco es suponer que el
dolor por la partida de alguien a quien amamos, que el llanto que acompaña ese
dolor, es por compasión hacia él o ella.
Así, en torno a los deudos se teje un
discurso que pretende brindarles consuelo convenciéndolos o recordándoles que
ahora la persona muerta está en una mejor condición que en la que estuvo cuando
vivía. Siendo que, en realidad, el llanto no es por el ser amado muerto, sino
por el dolor que su partida nos provoca. Lloramos por nosotros, no por el
difunto.
De ahí la importancia de los rituales
funerarios para despedirse, del acompañamiento a quien pierde a un ser amado y de
la contención necesaria para elaborar el duelo. No hay nada que sustituya la
presencia y el abrazo para encontrar consuelo. Por eso no tenemos que decir
nada, sólo estar, escuchar, consolar.
Una de las facetas más crueles y dolorosas de la pandemia es no poder realizar el ritual funerario para despedir a quién se ha ido, ni ser acompañados en el profundo dolor que su partida nos deja. Pero eso no debe ser motivo para no buscar otras formas de hacerlo.
Tercera mirada: La importancia de honrar a nuestros muertos
De dedicar un día especial para
recordarlos y honrar su memoria, para conectarnos emocionalmente con lo mucho
que nos dieron, con lo hermoso que fue tenerlos. Poner en la ofrenda cosas que
les gustaban y cocinar su comida favorita, es traer aquí y ahora su memoria,
darle el golpe a lo hermoso que fue tenerlos y agradecerlo profundamente.
Porque, como nos lo mostró de manera tan bien lograda la película Coco, nuestros
muertos mueren dos veces, cuando mueren y cuando los olvidamos.
Conectarnos con los que se han ido nos permite también pensar en los que vendrán. Ellos harán lo mismo con nosotros, y así, la memoria se mantiene viva y cultivamos la solidaridad intergeneracional, tan necesaria en tiempos de pandemias, cambio climático y devastación ambiental. A lo mejor así nos ocupamos en dejar a los que vienen una planeta habitable y disfrutable.
(Extracto adaptado del capítulo “La muerte y el sentido de la vida” de mi libro “Inteligencia espiritual sin espíritus ni dioses”)
Fernando Savater, La vida eterna, 2007
Edgar Morin y
Kern y Anne-Brigitte Kern, Tierra-Patria,
2005