lunes, 2 de noviembre de 2020

 Tres miradas a la muerte

Primera mirada: La propia muerte

A los seres humanos se nos hace intolerable la idea de la muerte, “sabernos mortales es ante todo sabernos abocados a la perdición. Lo más grave no es precisamente no durar, sino que todo se pierda como si jamás hubiera sido” nos dice Savater (S. 2007-40)

No podemos concebir que dejaremos de existir en algún momento, se trata de un hecho inconcebible desde el miedo, cuando no del terror, ante lo que se nos aparece como la mayor de las fatalidades. Su inevitabilidad, contundencia e irreversibilidad confrontan y hacen palidecer nuestra ilusión de tener control sobre todo. Frente a la muerte estamos inermes, absolutamente desvalidos, no hay nada ni nadie que nos libre, y eso es intolerable. Damos por hecho que nos corresponde vivir pero nos cuesta mucho esfuerzo mítico reconciliarnos con la muerte… y siempre se trata de una reconciliación relativa, un mero apaño” (S. 2007-46). Morin y Kern lo dicen así: “Todos los vivos son arrojados a la vida sin haberlo solicitado, están condenados a la muerte sin haberlo deseado” (M y K, 2005-52)

¿No es pues la idea de la inmortalidad resultado de la resistencia a aceptar la muerte? Freud nos dice: “La muerte propia es […] inimaginable y cuantas veces lo intentamos podemos comprobar que seguimos siendo meros espectadores […] en el fondo nadie cree en su propia muerte o, lo que es lo mismo, en lo inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.” (citado en S. 2007-52)

Ante la muerte, la perplejidad por estar vivos deviene angustia por nuestra finitud, enojo porque la vida termina y miedo a lo desconocido. Así, la muerte se convierte en objeto de nuestro rechazo, seguido de negación.

¿Por qué temer a la muerte? Hace ya mucho que los estoicos nos dejaron una de las más grandes lecciones de la vida: tu muerte y tú nunca se encontrarán, porque mientras estás vivió la muerte no está, y cuando la muerte llega, tú ya no estarás.

El miedo a la propia muerte, la negación de la propia muerte y el empeño en creernos inmortales nos lleva vivir a fuerzas, a vivir aguantando, soportando, resignados a lo que se nos aparece como un trance necesario para algo más, y así, sin darnos cuenta despreciamos la vida y desperdiciamos la vida. Dejamos de extraer hasta la última gota del elixir de la existencia, que nos llevaría a gozar profundamente cada instante, cada vivencia, cada gesto hermoso que se nos va apareciendo, cada momento de ternura; y así nos enconchamos, nos ensimismamos, nos volcamos hacia nuestro ego mezquino y amargado.

Según esto, nuestro cuerpo sería un receptáculo, un vehículo, un continente de nuestro verdadero ser, necesario durante nuestra estancia en el mundo, prescindible cuando termine; algo corrompible cuyo destino es desintegrarse; inclusive un mal necesario según algunas versiones. Que nuestro cuerpo no sea nosotros mismos o lo sea sólo en parte, hinca una escisión en nuestra identidad. Pero, además, al cuerpo se le culpa de deseos y pasiones que son fuente de sufrimiento o de pecado y así, despreciando nuestro cuerpo, vivimos con desprecio a nosotros mismos. Aún más, se nos educa no sólo como si nuestro cuerpo no fuera nosotros mismos, sino como si ni siquiera fuera nuestro, por eso otros pueden disponer de él, sobre todo si soy mujer. Un cuerpo corruptible, imagen que choca con nuestra pretensión de estar por encima del resto de los seres vivos; por eso acaba siendo un accesorio desechable de nuestro ser. No toleramos la idea de ser un cuerpo que acaba por pudrirse y desintegrarse: ¡qué se pudra él! (mi cuerpo), ¡yo no soy él! No nos damos cuenta de que así acabamos repudiándonos nosotros mismos.

Estas negaciones encuentran en el equívoco de la supremacía humana la mejor coartada: ¡los seres humanos no podemos ser como el resto de los seres vivos! Decimos; suponemos que si bien compartimos un elemento orgánico que estando sujeto a la naturaleza ha de morir, algo vive en nosotros que tiene que ser inmortal. Cuánta soberbia hay en la pretensión de inmortalidad y cuan incapaces nos hace para disfrutar y vivir una vida que valga la pena ser vivida, junto con las y los demás, conviviendo, gozando y construyendo una casa en la que quepamos todas y todos. Cuan insensibles nos hace para cuidar de esta casa común y preservarla para los que han de venir.  

 

Segunda mirada: Cuando muere alguien que amamos

En esta tesitura de negar nuestra finitud tras la muerte, una faceta medular es la muerte de un ser querido. Sin duda, uno de los indicadores de que amamos a alguien es el gran sufrimiento que nos provocaría su deceso. Difícilmente puede experimentarse dolor más profundo que el de la muerte de alguien a quien amamos. Es como si con su muerte algo muriera dentro de nosotros, y sí, porque las otras personas, al estar vertidas en nosotros, de alguna manera están en nosotros; pero a las que amamos, su estar en nosotros se vuelve casi físico, es como si anidaran dentro nuestro y su partida fuera un arrancón que se lleva una parte de nuestras entrañas causándonos un intenso dolor, una fuerte conmoción.

Quienes amamos habitan dentro nuestro, por eso su muerte nos deja deshabitados. Nunca la vida aparece tan desolada, tan extraña, tan ajena, sombría y sin sentido como cuando alguien a quien amamos muere. Y si esa muerte es intempestiva, más fuerte es la conmoción. Al dolor se le suma un aturdimiento como si estuviéramos entrando a un obscuro y ensordecedor laberinto de extrañeza.

La analogía que al respecto de la muerte de un ser querido hace Savater es cruda, escalofriante:

Un extremo de la relación se pierde pero el otro sigue en nosotros, como si conserváramos en las manos el cabo de una cuerda de cuya otra punta ya no tira ni cuelga nadie. Damos tirones pero no hay repuesta: la cuerda vuelve poco a poco en toda su longitud vacía a nuestras manos y ya no ofrece resistencia, aunque la niebla oculta ese otro extremo desocupado, ingrávido. Y no sabemos qué hacer ni cómo desprendernos de nuestra parte de la soga, la que permanece, querámoslo o no en nuestras manos. Lo peor de los muertos es que, aún ya muertos… ¡siguen pareciéndose tanto a los vivos! Nos duelen después de la muerte, como el miembro amputado sigue molestándole tras su ausencia a quien lo perdió. (Savater, 2007-48)

Es intolerable la idea de que quien cuya presencia cotidiana nos es tan amable e indispensable ya no estará más con nosotros, ¡nunca más! Que no volveremos a disfrutar de su compañía, de escuchar su voz, de intercambiar caricias y palabras amorosas, de compartir momentos entrañables de alegría, lucha o acompañamiento en momentos difíciles. ¡Y ya no volverá nunca! porque ya no está más en este mundo.

Cuando alguien que amamos muere lloramos por nosotros mismos, lloramos por el dolor que nos provoca su partida, lloramos porque hemos quedo deshabitados. El gran equivoco es suponer que el dolor por la partida de alguien a quien amamos, que el llanto que acompaña ese dolor, es por compasión hacia él o ella.

Así, en torno a los deudos se teje un discurso que pretende brindarles consuelo convenciéndolos o recordándoles que ahora la persona muerta está en una mejor condición que en la que estuvo cuando vivía. Siendo que, en realidad, el llanto no es por el ser amado muerto, sino por el dolor que su partida nos provoca. Lloramos por nosotros, no por el difunto.

De ahí la importancia de los rituales funerarios para despedirse, del acompañamiento a quien pierde a un ser amado y de la contención necesaria para elaborar el duelo. No hay nada que sustituya la presencia y el abrazo para encontrar consuelo. Por eso no tenemos que decir nada, sólo estar, escuchar, consolar.

Una de las facetas más crueles y dolorosas de la pandemia es no poder realizar el ritual funerario para despedir a quién se ha ido, ni ser acompañados en el profundo dolor que su partida nos deja. Pero eso no debe ser motivo para no buscar otras formas de hacerlo.

Tercera mirada: La importancia de honrar a nuestros muertos

De dedicar un día especial para recordarlos y honrar su memoria, para conectarnos emocionalmente con lo mucho que nos dieron, con lo hermoso que fue tenerlos. Poner en la ofrenda cosas que les gustaban y cocinar su comida favorita, es traer aquí y ahora su memoria, darle el golpe a lo hermoso que fue tenerlos y agradecerlo profundamente. Porque, como nos lo mostró de manera tan bien lograda la película Coco, nuestros muertos mueren dos veces, cuando mueren y cuando los olvidamos.

Conectarnos con los que se han ido nos permite también pensar en los que vendrán. Ellos harán lo mismo con nosotros, y así, la memoria se mantiene viva y cultivamos la solidaridad intergeneracional, tan necesaria en tiempos de pandemias, cambio climático y devastación ambiental. A lo mejor así nos ocupamos en dejar a los que vienen una planeta habitable y disfrutable.

(Extracto adaptado del capítulo “La muerte y el sentido de la vida” de mi libro “Inteligencia espiritual sin espíritus ni dioses”)

Fernando Savater, La vida eterna, 2007

Edgar Morin y Kern y Anne-Brigitte Kern, Tierra-Patria, 2005

 

 

domingo, 12 de abril de 2020

Coronavirus19: de lo global a lo personal y a la inversa


Entre las muchas ideas, reflexiones, llamados y consejos que circulan por las redes desde que nos llegó la pandemia, pero con mayor intensidad con la cuarentena, hay dos conjuntos de mensajes que, aunque parecen distantes entre sí, nos confrontan simultáneamente sobre los desafíos individuales y colectivos que tenemos durante y después de esta crisis tan global y tan doméstica al mismo tiempo.  Entre las cosas que nos muestra el coronavirus está que no sólo lo privado es político, sino que lo personal es global y viceversa. Pocas veces es tan evidente la responsabilidad individual frente a la condición colectiva.

El primer conjunto de mensajes está destinado a orientarnos sobre cómo hacer llevadera la cuarentena. De manera que podamos sobrellevar la incertidumbre, el estrés y eventualmente la depresión y la ansiedad asociadas a los contagios, al bombardeo informativo y al encierro; pero, sobre todo, y esto se pierde de vista, a la pérdida de nuestra cotidianeidad, la de la rutina diaria que nos proporciona estructura, seguridad y certidumbre.

Aparecen llamados a aprender, si no lo hemos hecho antes, a estar relajados y tener pensamientos positivos, predisponernos a valorar la vida y lo bueno que tenemos y a cultivar la gratitud por ello —en esta tesitura, mucho se insiste en las bondades y efectos positivos de la meditación—. Se nos insta a aprovechar el tiempo disponible para cultivar, reconstruir o reencontrar vínculos afectivos o hacer cosas que hemos postergado. Acompañado todo ello de ejercicio físico y buena alimentación. Se nos dice, además, que estos factores contribuirán a aumentar nuestro sistema inmunológico.

Sin duda alguna, estar bien personalmente es condición indispensable para hacer llevadera una situación que al romper nuestra cotidianidad y someternos a intensos factores de estrés, nos instala en un cierto malestar (lo que explica por qué es tan difícil ponernos en modo vacaciones a quienes podríamos darnos ese lujo) y nos lleva al límite de estallidos de depresión, ansiedad, desesperación, angustia o violencia. Pero también estar bien contribuye a una atmosfera que propicie que aquellos con quienes convivimos puedan compartir ese bienestar. Uno no puede más que sumarse a los llamados y adoptar y compartir los consejos para estar bien personalmente.

A este llamado se suma la confianza en que enfrentar esta crisis de manera correcta nos hará cambiar profundamente y saldremos de ella renovados, con una nueva conciencia y nuevas actitudes porque habremos sabido aprender y domeñar las fuerzas que nos hacían no ser suficientemente buenas personas.

Sin embargo, es posible encontrar un equívoco que se cuela entre las invitaciones a meditar y a tener pensamientos positivos, que tiene que ver con lo colectivo y el carácter global de esta pandemia. Se afirma que nosotros, mediante nuestros pensamientos y deseos, conformamos la realidad y que, por lo tanto, si nuestros pensamientos y deseos son positivos daremos origen a una realidad positiva. La confusión está en la naturaleza y alcance de esta realidad. Es cierto que “uno crea aquello en lo que cree”[1] en lo que concierne a la manera como encaramos nuestra vida. Y en ese sentido conformamos nuestra realidad; pero no así en cuanto a las condiciones materiales de existencia, éstas no dependen de lo que está en nuestra mente.

Así como la mayoría de la gente no lee (o ve y, o escucha medios audiovisuales) para informarse sino para confirmarse y alimentar sus deseos o, como ahora especialmente, sus miedos, con nuestras actitudes, pensamientos y deseos conformamos nuestra propia realidad. Nosotros podemos crearnos un entono amable, generoso, de certidumbre y confianza en la medida que trabajemos en nuestro mundo interno atajando la ansiedad, los miedos, la angustia, el enojo, la envidia y el egoísmo, porque si no lo hacemos y dejamos que emerja todo ello, haremos de nuestra realidad algo insoportable y haremos que lo sea para quienes nos rodean. Así, ser empáticos, solidarios y compasivos, amables, generosos y comprometidos con el bien común nos da bienestar y lo genera en nuestro entorno.

Pero esta propia e íntima realidad no puede ser confundida con la realidad del mundo; con la estructura sistémica, multidimensional, multipolar y multiescala que sostiene la voracidad del capital, la preeminencia descontrolada del mercado y el consumismo desbocado, por una parte, y el patriarcado, los colonialismos, los racismos y los clasismos, por la otra. Estructura compleja que conforma relaciones de dominación en todos los ámbitos de la vida, de exclusión de los beneficios del sistema, de violación de los derechos y la explotación de los recursos de la gente y la devastación ambiental.

Cuyo resultado son enormes desigualdades, pobreza lacerante, violencia, especialmente contra las mujeres y los migrantes, y devastación ambiental, sobre todo el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la desertificación. Lo que a su vez agudiza —en bucles de retroalimentación que se convierten fácilmente en incubadoras de epidemias un mundo que no es casa de todas y todos, porque proporcionalmente sólo unos cuantos encontramos lo necesario para hacer y vivir nuestra vida dignamente.

Y aquí es donde entra el segundo conjunto de mensajes. Hay un debate equivalente al de si saldremos de esta crisis como personas renovadas habiendo dejado atrás nuestra parte obscura, pero a escala global. Es la pregunta de si el coronavirus está siendo un golpe de gracia a un sistema global, desde hace mucho en crisis, al que sólo hacía falta un impacto en sus cimientos para desmoronarse.

Contra lo que afirman ciertas voces optimistas medianamente influyentes, esta pandemia no derribará por sí misma este (des)orden establecido. Si ha de advenir un cambio estructural que sea efectivamente radical (es decir, que se sacuda desde sus raíces) debe ser resultado de una acción colectiva generalizada que surja de despertar y renunciar a los privilegios y beneficios de la situación presente —en el caso de quienes disfrutamos de alguna manera del estado actual de cosas— y de la organización concertada y visionaria de quienes lo sufren.

"Somos nosotros, personas dotadas de razón, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta”, dice el intelectual surcoreano Byung-Chul Han.[2] Hemos de reconstruir la casa común para que todos podamos vivir en ella sin carencias, sin miedo, sin violencia y sin exclusión ni negación de derechos. No hay alternativa “Ha llegado la hora de replantear y de humanizar este modelo económico”[3] y toda la narrativa que lo naturaliza, justifica y legitima.

Se trata de tendencias arraigadas y hasta cierto punto autónomas frente a la acción colectiva cuando no es generalizada y, por lo tanto, en procesos de retroalimentación continua, ante las cuales esfuerzos aislados están inermes. Piénsese por ejemplo en la deuda externa de muchos países o la demanda de recursos naturales para alimentar una frenética actividad de producción y consumo al final de cuyo proceso estamos cada una y cada uno como consumidores voraces y generadores desenfrenados de desechos.

Casi todas y todos los que podemos estar en casa porque no dependemos de un ingreso logrado día a día, alimentamos un monstruo insaciable que devora recursos y trabajo de millones de personas y excreta contaminación, pobreza, exclusión, violencia y pandemias. Están tan enraizadas estas tendencias que la pandemia no sólo no las arrancará de su fuente nutricia, sino que muy probablemente se asentarán más profundamente, de la mano de la reconfiguración de los mecanismos de sometimiento y control que con mayor o menor éxito se están imponiendo durante la pandemia. 

Lo que se está reconfigurando a nivel global son las fuentes y las relaciones de poder a nivel macro, generando nuevos modelos de gobierno nacional y trasnacional. Sobre lo que Harari y Byung-Chul están llamando la atención es sobre la sofisticación de los medios para aumentar el control sobre los individuos; control que lo mismo sirve para combatir una epidemia que para determinar formas de vida, particularmente de consumo y comportamiento colectivo, tendiendo más bien al sometimiento que al ejercicio de libertades.

La realidad del mundo como una compleja estructura de relaciones de dominación, procesos económicos y paradigmas patriarcales, coloniales, racistas y clasistas -ese monstruo voraz al que de alguna u otra manera todos alimentamos- no fue creada ni porque la suma de todas o muchas mentes a lo largo de la historia se dedicó a concebirlo de esa manera, ni porque no haya suficientes meditadores enviando vibras que lo contrarresten. Las relaciones sociales y las estructuras que a lo largo de la historia se han ido consolidando obedecen a procesos complejos multicausados y retroalimentados sistémicamente. 

Ahora bien, a manera de vasos capilares o terminaciones nerviosas de un organismo, cada ser humano está ligado a ese sistema con sus prácticas contribuyendo, más o menos y de alguna manera, a su reproducción. La realidad insostenible obedece mucho más a lo que hacemos que a lo que pensamos o a la frecuencia con la que vibramos.

Sólo podrá resquebrajarse esa estructura para ser sustituida por una que sea incluyente y en armonía con todo lo que permite y constituye una vida humana buena, si hay un cambio profundo a nivel global. Viene entonces a cuenta aquello de que “el cambio empieza en uno mismo”. Es cierto, pero sólo en una dimensión de la realidad, la propia e íntima: el cambio en la circunstancia individual, no en la colectiva; lo sería si y sólo si es coincidente con el cambio de cada una y cada uno de los que conformamos la gran colectividad humana en los mismos aspectos, intenciones y propósitos, actuando de manera concertada.

Pero esto sólo podrá ser posible si se reconoce de una vez por todas que el trasfondo de certezas que sostiene el mundo es factor determinante para que todos los cambios que se han buscado hasta ahora resbalen una y otra vez a un pantano. El cambio que ha de atravesar desde lo individual hasta lo global sólo será posible si:
-        Se desmonta y se abandona el equívoco de la supremacía humana. El problema es que existen narrativas religiosas y filosóficas arraigadas muy adentro de los imaginarios colectivos que nos hacen pensar que los humanos somos excepcionales y estamos por encima del resto de los seres vivos en cuanto a relevancia y destino. Pensar que somos el culmen de todo cuanto existe nos embriaga y nos aliena del mundo al que pertenecemos.
-        Se renuncia a la soberbia de la razón que nos hace pensar que nuestras capacidades para la abstracción, el conocimiento, la solución de problemas prácticos y la invención nos dan el derecho de manipular el mundo para ajustarlo a nuestros caprichos, no a nuestras necesidades; llegando inclusive a manipular a nuestros congéneres y, cuando es posible, explotarlos, con fines egoístas.
-        Se supera la escisión entre razón y emoción, que nos lleva a renunciar a nuestra naturaleza sentipensante y deposita en la mera razón la conducción de nuestro estar en el mundo, con lo que se niega un componente fundamental de lo que nos hace ser seres humanos. Al no darle su lugar a la dimensión emocional perdemos la capacidad de relacionarnos con nuestro propio mundo interno, con los demás y con nuestro entorno de manera asertiva, confundiendo convivencia, generosidad y reciprocidad con utilización oportunista y egoísta de lo que nos rodea.
-        Se comprende, para superarlo, el error histórico de suponer que los humanos somos seres autosuficientes y autónomos que primero somos y después nos relacionamos; sin entender que lo que nos constituye es nuestro carácter gregario: somos porque estamos siendo en un entramado de vínculos con otras y otros, histórica y comunalmente, y sólo así se despliega nuestra individualidad. Vivimos bombardeados con mensajes e incentivos que nos hacen creer que podemos lograr solos el bienestar y la plenitud que buscamos.
-        Dejamos de perseguir la felicidad obsesivamente como finalidad de la vida, lo que nos hace unos hedonistas compulsivos, sin entender que la felicidad no es algo que se pueda obtener, y mucho menos comprar, aunque así nos lo quieran hacer creer, llevándonos a consumir sin reposo. La felicidad es resultado de nuestra forma de vivir, y a vivir una vida generosa, compasiva, solidaria y comprometida deberíamos concentrar nuestros esfuerzos; sólo así encontramos armonía, paz y alegría continuas. Y así, sin buscarlo, emerge de nuestro interior el ser felices.
-        Entendemos que nuestros comportamientos individuales se suman a los de millones de personas y en ese sentido sí creamos una realidad. Estamos al final de demenciales procesos de producción más allá de lo que se necesita para vivir, alimentados por la extracción minera de recursos y la explotación del trabajo de millones personas y desperdicio, a lo que contribuimos significativamente con las maneras cómo consumimos y generamos y disponemos de los desechos. Asimismo, en la forma de comportarnos con los demás, reproducimos prácticas machistas, colonialistas, clasistas y racistas, que, sumadas a las mismas prácticas de millones de personas, contribuyen de alguna manera a sostener la estructura vigente. 

No hay comportamiento individual que por sí mismo pueda contrarrestar la suma de los otros comportamientos individuales que se dan anidados en una matriz paradigmática constituida por el equívoco de la supremacía humana, la soberbia de la razón y la escisión entre ésta y la emoción, la idea de que los humanos somos seres autosuficientes y autónomos que primero somos y después nos relacionamos y la búsqueda obsesiva de la felicidad como finalidad de la vida.

Pues bien, el riesgo de contagiarnos es personal en la medida en que nos afecte, sin descartar nuestra propia muerte; pero es político en la medida en que contagiemos a otros. En estos tiempos de pandemia tenemos que esforzarnos por estar sanos mental y físicamente —eso nos vendrá bien a nosotros y a quienes nos rodean cercanamente—, pero de nuestro comportamiento depende no ser agente propagador del virus. No es una metáfora para enseñarnos cómo podemos ser mejores personas, es una muestra fehaciente de que lo que hacemos (no lo que deseamos o pensamos, aunque sin duda importante para nuestro bienestar y el de la gente cercana), está ligado con lo que pasa a nivel global.

Además, para mucha gente, la crisis económica que resulta de esta calamidad significa hambre, pérdida del empleo o quiebra de su negocio, y un futuro desolador. Muchos no pueden dejar de exponerse y exponer a los demás porque de lo contario ni los suyos ni ellos comerán ese día (difícil elección entre morir y, o ser causa de muerte por coronavirus o por hambre). Qué bueno si tu conciencia crece al cabo de mucho meditar, eso sin duda será muy bueno, pero no bastará para aliviar la crisis y a quienes más las sufren. Independientemente de lo que los gobiernos hagan al respecto, cada uno está ligado tanto a la agudización del problema como a su solución: es tiempo impostergable de empatía y solidaridad.

Nada cambiará para bien sin una acción conjunta, que además de ser la suma de comportamientos positivos individuales, sea la respuesta colectiva —comprometida, organizada, intencionada— para construir un mundo mejor. Pero sólo será posible si se derrumban los supuestos que nos mantienen tratando de cambiar haciendo siempre lo mismo, ¿no nos dijo alguien que eso es locura? Si no se da, no hay lugar para esperanza alguna, porque nadie hará por nosotros como sociedad lo que nos corresponde hacer por nosotros mismos de manera colectiva.





[1] Como nos recuerda Savater que dijo Unamuno: Savater, Fernando. La vida eterna, Editorial Ariel, Madrid, 2007 p. 12.
[3] Jorge Senior - The Washington Post. Editorial publicado el 25 de marzo de 2020