sábado, 16 de septiembre de 2017

ENTRE UTOPÍAS Y DISTOPÍAS

(Texto de la charla  dada en la inauguración de la exposición “Is This Modern Society?” del pintor muralista italiano radicado en Guadalajara Jupiterfab,  en la Galería de Arte 21st Century Art Factory, el 8 de septiembre de 2017)

La realidad actual nos acerca más a las distopías que a las utopías. Mientras que éstas describen sociedades ideales reflejando muchos de los anhelos humanos compartidos, aquellas anticipan mundos de horror. El siglo XX fue el sigo de las distopías en la litaratura, algunos autores destacan tres: Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de Gerorge Orwell y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, para muchos la “trilogía de las antiutopías del siglo XX”. 

Bradbury escribió su novela a principios de la década de los cincuenta, historia que transcurre en una sociedad en la que los libros están prohibidos porque son causa de discordia y sufrimiento, y por lo tanto hay que quemarlos todos. Ahí, los bomberos en lugar de dedicarse a sofocar incendios concentran sus esfuerzos en quemar libros por ser una amenaza a la salud social y a la paz pública (la temperatura a la que el papel se enciende y arde es a 451 grados Fahrenheit). 

Bradbury nos describe una sociedad en la que está prohibido leer ya que leer implica pensar y razonar, lo que sólo provoca infelicidad y ahí todo el mundo debe ser feliz, aunque se trate de una felicidad vacía, frívola e hipócrita. En esa sociedad no es necesario escuchar a los demás, es más eficiente aprender a leer los labios, porque unos pequeños caracoles enganchados a los oídos te proporcionan todo tipo de charla, sin necesidad de que hables, sin necesidad de que pienses. Además de la televisión, la conexión con el mundo está dada mediante esos caracolitos en los oídos, como audífonos inalámbricos. 

No deja de sorprender la intuición premonitoria de Bradbury. Hoy en día, los celulares “inteligentes” con todas sus diversas aplicaciones se han convertido en la versión moderna de esos caracolitos. La distopía bradburiana ya nos alcanzó (recordemos aquella otra distopía cinematográfica “Cuando el destino nos alcance” cuya realización contemporánea es también escalofriante). 

El historiador israelí Yuval Hoah Harari, en su magnífica historia breve de la humanidad “De animales a dioses”, explica magistralmente que, contra todo lo que nos hemos empeñado a creer a lo largo de los siglos, el desarrollo tecnológico, desde la aparición de la agricultura, lejos de hacernos la vida más fácil y más feliz, nos ha cargado cada vez más de exigencias en una espiral de búsqueda de mayor bienestar a más estrés; de satisfacción de necesidades al surgimiento de nuevas necesidades que requieren ser satisfechas y así de manera ascendente, cada vez más frenéticamente. Pensemos, si no, en el nivel de exigencia y de presión al que nos someten nuestras tarjetas de crédito. 

¿Qué clase de modernidad es esta la de nuestra sociedad contemporánea tan globalizada y homogénea? Las promesas del desarrollo, del progreso, de esa marcha hacia adelante como garantía de un mundo más feliz, se están estrellando contra el muro (¿o sería mejor decir “desbarrancándose en un abismo”?) de una sociedad plagada de personas aisladas, solas, tristes, alienadas, ajenas a lo que les rodea: otras personas, situaciones, paisajes, realidades, su comunidad, su futuro. Personas viviendo en sociedades cada vez más asustadas por la inseguridad y las amenazas ambientales y de todo tipo, al tiempo que se evaden de esa realidad en banalidades y ficciones; insatisfechas con sus gobernantes pero inermes ante su prepotencia y corrupción, sin encontrar la forma de revertir ese estado de cosas ­cuando llegan a planteárselo, pero dándole la espalda sumisa, resignadamente, para no enfrentarlo, la mayoría de las veces. 

Hasta antes de la proliferación de las distopías en la segunda mitad del siglo XX, las utopías arrastraban los imaginarios colectivos y fueron el leitmotiv de arengas de derecha e izquierda para movilizar a las masas en su marcha hacia la gloriosa plenitud que asegurarían el capitalismo o el comunismo, dependiendo de la adscripción, o incluso el nacionalsocialismo ario (en uno de los intervalos más obscuros de la historia de la humanidad que ahora asoma insistente la cabeza). 

Ya es tiempo de advertir que la certeza colectiva que ha motivado a una inmensa mayoría de las sociedades en todo el mundo a lo largo de la historia (aunque ciertamente unas más que otras) sobre un futuro promisorio en el que se verán realizadas todas las aspiraciones colectivas es una vana ilusión. ¿De dónde viene la idea de que la humanidad marcha inexorablemente, ­no sin titubeos y pesares, hacía un futuro luminoso pleno de realizaciones de libertad, ausente de carencias y garantía de felicidad distribuida democráticamente? (Yo tuve un maestro que nos decía que la pieza musical “Tannhäuser” de Wagner era la descripción de esa marcha de la humanidad en el ascenso glorioso hacia su realización plena). 

Esta idea tiene sin duda una matriz en las religiones monoteístas que se fraguaron en el desierto y que, además de la promesa de una vida más allá de la muerte, instauraron las ideas de una tierra prometida y el advenimiento de un mesías (arquetipo mítico compartido con otras muchas culturas); una promesa para hacer llevaderas las penas y tribulaciones del presente, por el consuelo de que son pasajeras. Pero después, a la llegada de la ilustración y con ella de la obsesionada exaltación de la razón humana como el portento más grande del universo (como si su intelecto fuera mérito de la misma especie humana y no un magnífico producto de la evolución), el inmenso genio de Hegel, el filósofo que más a influenciado a la modernidad con su "Fenomenología del espíritu", nos ofrece la idea del espíritu absoluto, la fuerza vital que impulsa esa marcha ascendente de la humanidad. A partir de entonces, ese futuro promisorio se vuelve necesidad histórica y de ahí abrevan las promesas del capitalismo y del comunismo como la expresión pura de ese espíritu absoluto. Ambos anclados en leyes naturales. 

De esa misma matriz abrevan las ideas de progreso y desarrollo, que después de las dos grandes guerras mundiales se convierten en argumentos que amalgaman la marcha ascendente con la promesa de la paz entre las naciones y un orden económico que erradicaría el hambre, las enfermedades y la falta de oportunidades para todos. Ya desde antes, pero es en ese momento que toma sus reales la idea de la tecnología como el súmmum de las herramientas que no solamente ponía de manifiesto la genialidad del intelecto humano sino que sería la conquista absoluta sobre la naturaleza y las limitaciones de los sentidos, las extremidades y las capacidades corporales y mentales de los seres humanos. La conclusión de la pieza que faltaba para garantizar la utopía. 

Y ahí, en esa atractiva y apetitosa cama, acabó de tenderse lo moderno. Lo moderno como síntesis de ajuste perfecto entre los avances tecnológicos y la madurez de las comunidades humanas para vivir en paz, democrática y prósperamente.[1] Y así, países desarrollados eran países modernos, y los países subdesarrollados, países atrasados cuya única redención estaba en seguir la senda de los primeros; sin darse cuenta que ambos son subsistemas de un mismo sistema, interdependientes y determinados mutuamente; y en esa carrera, los segundos, nunca alcanzarán a los primeros. Por eso, sin duda la pertinencia de la pregunta que nos convoca el día de hoy: ¿Es ésta una sociedad moderna? ¿Moderna para qué, moderna para quién? ¿Es necesariamente lo moderno algo deseable? 

Pero no todos se lo creyeron; hubo algunas mentes lúcidas que pudieron advertir que Hegel estaba equivocado y que los arengadores del capitalismo y el comunismo vendían ilusiones basadas en una falsa premisa: el futuro que viene tiene que ser siempre mejor, hay que darle una ayudadita, pero su realización es necesidad histórica, como el árbol tiene necesidad de crecer y el becerro de nacer y mamar. 

Los portavoces de la distopía intuyeron que no solamente el futuro no sería necesariamente de libertad, felicidad absoluta y plenitud, distribuidas masivamente hasta alcanzar el último rincón en el que se encontrara un ser humano, sino que nuevas cadenas, ahora asumidas más inconsciente, voluntaria y sumisamente que las anteriores, podrían envolvernos para seguir manteniéndonos en la anomia; independientemente del régimen político y económico del que se trate. 

Se equivocaron los que pensaron que Un mundo feliz o 1984 eran una advertencia, una denuncia, del comunismo o del capitalismo; se equivocaron porque no se dieron cuenta de que Huxley, Orwell y por supuesto Bradbury estaban desenmascarando a la matriz hegeliana del espíritu absoluto y estaban intuyendo el papel que tendría la tecnología en las nuevas formas de dominación que estaba tendiendo la economía del capital (y eso que no les tocó ver la ferocidad del neoliberalismo). 

Por eso, me parece que es estéril la insistencia en destacar las enormes virtudes de la tecnología del internet y de los aparatos digitales inteligentes que le están asociadas. ¿Por qué nunca se han escrito tratados sobre las bondades del martillo y el desarmador, para insistir en que es sólo cuando alguien los usa para pegarle en la cabeza al otro o clavárselo en los intestinos pierden sus virtudes como herramienta? Ya sabemos que el internet es una herramienta, y con ella los dispositivos móviles que nos conectan, y por lo tanto el juicio que nos debe merecer depende de cómo decidamos usarlo. La diferencia está en que yo no veo a la gente cargando todo el tiempo su martillo, su desarmador, su taladro o su licuadora; sus pinzas, su brocha o su machete. 

Ninguna herramienta, hasta ahora, había revolucionado tanto nuestra forma de conectarnos con nuestro mundo, y ninguna herramienta se había parecido tanto a lo que nos describen las distopías. Hoy sabemos que lo que en el pasado se consideraba sólo ciencia ficción, algo para entretener; empieza ya a ser una realidad que nos envuelve y nos determina (para muestra la serie de televisión Black Mirror). 

Al caracolito de Bradbury le faltó la pantalla, aunque el efecto de de no leer, de no pensar, de no cuestionar se parece bastante. Esa ventana al mundo, a muchos mundos, haciendo cada vez más difícil distinguir cuáles son reales y cuáles son de ficción, se ha convertido en el medio a través del cual nos conectamos con lo que nos rodea, incluso con lo que nos rodea inmediato. Ya perdió vigencia aquello de que “nada es verdad y nada es mentira, todo es del color del cristal con el que se mira”.[2] Ahora hay que decir que “nada es verdad y nada es mentira porque todo depende del mundo que nos muestra nuestra pantalla”. Vivimos permanentemente expuestos a lo que los radioescuchas estadounidenses vivieron el 30 de octubre de 1938, cuando Orson Welles logró hacer aparecer como real una ficción, mediante una transmisión de radio, y desató un pánico colectivo.[3] Nos sorprenden las fake news; pero no nos damos cuenta que nosotros las atraemos al estar prendados a nuestros aparatos, ávidos de lo nuevo que aparece frenéticamente. 

Pero sin duda, uno de los aspectos que más debe preocuparnos es el carácter adictivo que tiene esta tecnología, que es más que una tecnología, es un modo de vida que instaura la necesidad de estar viendo la pantalla, como una ventana que no podemos dejar de mirar. Adicción que anida en una necesidad de ser vistos, escuchados, reconocidos y valorados. La paradoja es que eso nos aísla cada vez más, alimentando nuestra necesidad de contacto, de cariño y de reconocimiento, de saber que somos importantes para los otros. Se parece tanto a lo que Harari nos advierte sobre la forma en que la búsqueda de confort nos ata y nos somete a menos bienestar. El intento de llenar huecos internos nos provoca cada vez más vacío interior. 

Paradójicamente, estas herramientas de comunicación siempre más fáciles y más rápidas inhiben el contacto interpersonal cotidiano. En esta nuestra sociedad moderna menos personas se comunican cara a cara o usan el teléfono para llamar; casi todo se desarrolla detrás de una pantalla y se evita inconscientemente el contacto humano. Cada vez es más común ver personas juntas, inclusive niños, conectadas cada una a su dispositivo móvil y, cuando llegan a interactuar, la conversación se ve constantemente interrumpida por un video, una notificación, un like, un Gif o un mensaje. 

Nadie puede negar que el internet no es bueno ni malo en sí mismo, incluso los aparatos no lo son (aunque no hay que perder de de vista la relación que hay entre éstos y la demanda de metales, la minería y la destrucción del medio ambiente y la amenaza a los territorios de comunidades, y las terribles condiciones laborales de las personas que fabrican estos aparatos en muchas partes); por eso el llamado a que asumamos una actitud más responsable ante el internet y los teléfonos y aparatos “inteligentes”. 

Si no queremos que esta tecnología nos someta, debemos relacionarnos con ella como lo que es, una herramienta, y asumir consciente e intencionadamente cómo queremos utilizarla; y eso parte de respondernos cómo queremos vivir la vida, cómo queremos relacionarnos con los demás y con nuestro mundo, y cómo asumimos esa decisión. Qué mudo estamos construyendo si estamos cada vez más aislados absortos en lo que nos muestra nuestro celular, si vamos paulatinamente perdiendo la capacidad de discernir entre lo que es real y lo que no lo es; si buscamos frenéticamente, como la madrastra de Blanca Nieves en el espejo, la autoafirmación que requiere nuestra autoestima. Qué clase de miembros de nuestra comunidad queremos ser, que clase de ciudadanos, comprometidos con qué. 

Hace tiempo, quise contribuir a este proceso de asunción consciente de nuestra relación con los aparatos de comunicación, y escribí y circulé algo que llamé “Acuerdo de civilidad en favor de la convivencia y la comunicación cara a cara”; pero no tuvo mucho eco (https://vislumbrandofuturos.blogspot.mx/2015/10/acuerdode-civilidad-en-favor-de-la.html). 

El artista Italiano Júpiterfab plasma, con una sencillez que parecería ingenua pero que termina siendo de una crudeza despiadada, a una sociedad abstraída en sus dispositivos móviles, mirando el mundo, a los demás y a ellos mismos de manera obsesiva y enajenada a través de esas minúsculas ventanas electrónicas. Esta exposición nos estalla en la cara imágenes del abuso de la telefonía móvil y de la tecnología en nuestra vida “moderna” con daños irreversibles a la convivencia social. Muestra la mancuerna entre el internet y los dispositivos electrónicos modelando una vida online para quienes la pueden comprar (amor, juegos, compra-venta, comunicación…), y como los precios son tan accesibles, pocos quedan excluidos de su “magia”. 

La maestría de Fab nos ofrece una experiencia estética fascinante e inquietante, sus imágenes son de un virtuosismo y una sensibilidad estremecedores al tiempo que sacuden, cuestionan, confrontan, exigen una posición, una respuesta. No podrás salir de esta exposición sin cuestionarte sobre tu relación con tu dispositivo móvil y conectarte con la nostalgia por la relación interpersonal cara a cara, palabra a palabra, caricia a caricia, para mantenernos vivos y capaces de construir juntos el mundo que habitamos. 

¿Es esta la modernidad que queremos para nuestra sociedad? 

Muchas gracias



[1] Hablando en sentido coloquial. Siendo esta una charla informal, me sustraigo de la discusión académica sobre la modernidad.
[2] Del escritor y pensador español Ramón de Campoamor y Campoosorio (1817-1901)
[3] Una invasión de marcianos.