viernes, 9 de diciembre de 2022

 

ANDROCENTRISMO, ANTROPOCENO Y CRISIS CIVILIZATORIA

 

Dr. Rafael González Franco de la Peza

2022

 

En el siglo XXI la sociedad humana transita por una crisis civilizatoria que está poniendo en riesgo la viabilidad de nuestra especie en el largo plazo y comprometiendo la posibilidad de que las futuras generaciones cuenten con las condiciones mínimas necesarias para el buen vivir, aspiración legítima contraria a la opulencia y a las desiguales propias de esta crisis.

Algunos autores como Víctor Manuel Toledo y Enrique Leff, entre otros, caracterizan el presente como una crisis civilizatoria que ha producido la enorme paradoja entre la generalización de los ideales de la Ilustración y la apuesta a las contribuciones de la ciencia y la tecnología —la suma de la posibilidad del llamado progreso humano— como el culmen civilizatorio anhelado, y un momento en donde las condiciones para sostener la vida humana se encuentran en un estado crítico de fragilidad y vulnerabilidad. Es una crisis civilizatoria porque la pretendida batalla contra la barbarie, y por la democracia y el bienestar material, se está topando con niveles de desigualdad y deterioro imaginadas sólo por las ficciones distópicas[1] del siglo xx.

La gran paradoja del presente humano es que frente al avance en la ciencia y la tecnología, los conocimientos y referentes existenciales de la condición humana, el reconocimiento de los derechos humanos, la democracia como el menos malo de los sistemas políticos y las instituciones nacionales y multinacionales para un buen vivir, podemos constatar violencia generalizada, sobre todo contra las mujeres, migrantes y pueblos originarios; que la pobreza y las enormes desigualdades no retroceden, las migraciones forzadas, las violaciones a los derechos humanos por doquier, el deterioro ambiental que compromete la vialidad de las bases que sostienen la vida, la crisis de soledad y el vacío existencial y la falta de sentido con los que mucha gente vive.

Esta crisis civilizatoria es la característica más relevante del Antropoceno, era geológica caracterizada por la impronta humana en el planeta Tierra, en la que el Patriarcado como el “sistema de dominio institucionalizado, que mantiene la subordinación e invisibilización de las mujeres y todo aquello considerado como ‘femenino’, con respecto a los varones y lo ‘masculino’, creando así una situación de desigualdad estructural”[2] ha encontrado un medio idóneo para reproducirse e imponerse. El patriarcado, a su vez, descansa en la matriz androcéntrica, anida en su seno.

Androcentrismo

El androcentrismo, cosmovisión que afirma la supremacía masculina, naturaliza, justifica y legitima que todo orbite en torno a los hombres: los imaginarios, los símbolos y las prácticas —y su institucionalización—. Hace aparecer como natural —es decir niega su carácter cultural e histórico— la supeditación de lo femenino a lo masculino en todos los órdenes (jurídico, religioso, institucional, del lenguaje, la sexualidad, la moral y la división social del trabajo) en la justificación y legitimización de las relaciones de dominación que someten a las mujeres a la hegemonía masculina.  

El androcentrismo es uno de los pocos paradigmas ancestrales que ha resistido al paso del tiempo; es el imaginario central del patriarcado, estando en la base de todas las narrativas que, al naturalizarlo, lo hacen aparecer como eterno e inmutable. Afirma que lo masculino siempre será mejor, más perfecto y deseable que lo femenino e, inclusive, que lo femenino es ausencia de atributos positivos masculinos. El androcentrismo ancla tal naturalización y justificación en supuestas diferencias “innatas” en las que los atributos de lo masculino tienen “mayor peso”. El androcentrismo se sustenta en narrativas y prácticas que refuerzan tales diferencias artificiales entre hombres y mujeres, atribuyéndoles características distintas, en muchos casos opuestas, y roles bien diferenciados; que no tienen que ver con las diferencias anatómicas y fisiológicas que sí existen. Esta diferenciación está cargada de prejuicios y suponen siempre una ventaja de los hombres frente a las mujeres.

A partir de ahí, el androcentrismo instaura diferencias de derechos, posibilidades, oportunidades y ámbitos de realización entre hombres y mujeres, con desventaja para ellas, creando condiciones de todo tipo para que sean sometidas, discriminadas, excluidas, marginadas y violentadas. Otorga privilegios a los hombres y nos hace sentir y pensarnos superiores y con autoridad hacia las mujeres, a la vez que nos hace dependientes y exigentes del cuidado femenino.

En esta matriz androcéntrica rige el estereotipo por el que todos los hombres deberíamos emular al macho alfa espalda plateada de ciertas especies de mamíferos. Con los atributos de fuerza, capacidad de control y dominio, y poder disponer del mayor número de hembras posible —para lo cual hay que ser sexualmente potentes—, mantener alejadas las amenazas a nuestro territorio y responder agresivamente ante cualquier amenaza. A ello se suma la restricción emocional y el ocultamiento de señales de debilidad y vulnerabilidad. Lo masculino se construye así desde el rechazo a todo aquello que se presenta como femenino, pero, a la vez, viendo a la mujer como un objeto a ser poseído y su cuerpo como una fortaleza que hay que conquistar como un derecho.

Cazador y guerrero, protector y proveedor que no puede darse el lujo de sentir, de ser empático, tierno y mostrarse con miedo o vulnerable. Virtudes que no son convenientes para poder matar a la presa o someter al enemigo. Demasiado ocupado en los asuntos públicos y en proveer como para hacerse cargo de los cuidados y de los vínculos afectivos: “eso es cosa de mujeres” o de eunucos, según esta narrativa. Su papel está en mantener alejadas las “amenazas reales”, no los miedos y angustias que produce la mente; y cuando se trata de su propia mente, basta con acallarla, negarla, someterla, como somete al mundo que le ha sido “encomendado”; y así va por la vida negándose la tristeza, la frustración y la soledad, pero dejándose llevar por el enojo y, con frecuencia, canalizando la ira en actos violentos.

La nuestra es una civilización antropocéntrica, contraria a una biocéntrica; en otras palabras, resulta de tener a los seres humanos como centro y referencia de todo cuanto existe y del devenir de la historia, por lo que el resto de seres vivos y, en general, el universo que pueda estar a su alcance está a su entera disposición. Pero, para ser más precisos, se trata de un antropocentrismo androcéntrico. En esta lógica, no somos los seres humanos los que estamos por encima de todo, somos los hombres los que lo estamos. Las mujeres pertenecen al orden de lo supeditado a los hombres, dada la idea de la supremacía masculina.

Es necesario considerar que el Hombre —con mayúscula para resaltar que nos referimos al concepto de hombre, no a los hombres en particular, aunque el esencialismo los identifica como una y la misma cosa— encumbrado en la matriz androcéntrica, es el hombre de la modernidad. El hombre del “pienso, luego existo” cartesiano. Heredero de la falsa idea de que los seres humanos somos autónomos y autosuficientes, que primero somos y luego nos relacionamos (lo que niega el carácter intrínsecamente gregario de nuestra especie, que lo humano fue posible en y por los vínculos que pudimos establecer desde la cooperación para sobrevivir —como predadores débiles, cooperábamos o moríamos— hasta los lazos afectivos para ser viables en los primeros años de vida). Y en ello, la exaltación de la razón en contraposición a la emoción, que es vivida como su opuesto y una amenaza; atributo exclusivo de lo femenino según esta narrativa.

Se afirma que en la razón y por la razón, el Hombre es dueño del logos, no solamente de la palabra sino de todo lo que la palabra posibilita.  El ciudadano de las polis, habilitado por la palabra para deliberar y decidir sobre los asuntos públicos; quien tiene acceso a la sabiduría, a la verdad y a lo que es justo, dimensiones que, según esta versión del mundo, le es ajena a las mujeres.  El Hombre de la matriz androcéntrica es entonces autonomía, autosuficiencia, heterosexualidad y pura razón; dueño de la palabra y custodio del orden del universo. Centrado en sí mismo, referente único de sí, encerrado y protegido por una coraza de eficiencia absoluta; señor de todo cuanto existe, lo que está puesto a su disposición para ser sometido y apropiárselo para sus necesidades y caprichos. A esta conformación del estereotipo hegemónico de masculinidad le es inherente la violencia machista.

Antropoceno

Este Hombre es el artífice del Antropoceno

una nueva era geológica que se caracteriza por el incremento en el potente y lesivo accionar de la especie humana sobre el planeta, en especial a partir de los últimos dos siglos […] accionar sobre la litosfera, la biósfera, la hidrósfera y la atmosfera, es decir sobre el planeta en su conjunto, catalizando el aceleramiento del cambio climático de origen natural, con efectos futuros inciertos y con consecuencias adversas para muchas especies, en diversas dimensiones, incluida la humana.[3]

El Antropoceno es el resultado de las innovaciones tecnológicas del siglo xviii y xix y su consecuente aplicación a un acelerado aprovechamiento de los recursos naturales del planeta bajo un “modelo minero de extracción”[4] de la mano de la quema de combustibles fósiles. Desde hace dos siglos, pero sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, se efectúan profundas transformaciones sobre los elementos geofísicos y biológicos del planeta. El potencial de intervención intensiva sobre casi todos los elementos naturales del mundo ha llegado a niveles que rebasan en mucho su capacidad de regeneración.  

Como nunca, el crecimiento económico desigual y depredador ha abierto una brecha gigantesca de desigualdad a escala global y dentro de cada país, acompañada de la generación de residuos contaminantes derivados de procesos industriales en una espiral de agotamiento, degradación y destrucción de gran parte de los elementos naturales (agua, suelo, cobertura vegetal, recursos genéticos y fauna), aportando de manera significativa al incremento de la temperatura media global y a la pérdida de la biodiversidad, así como a la alteración del agua oceánica y continental. Las versiones actuales de la pobreza, las pandemias, las hambrunas, la violencia, los conflictos territoriales, las migraciones y hasta desastres por el aumento en intensidad y frecuencia de los fenómenos naturales, forman parte del Antropoceno.

En el Antropoceno la humanidad está causando la sexta extinción masiva de especies en la historia del planeta. Es una catástrofe invisible para la mayoría de la gente. No hay suficiente conciencia del inmenso riesgo que esto significa de la mano del cambio climático para las posibilidades de la vida futura de la humanidad, además de que incrementa la probabilidad de nuestra propia extinción.

Explotamos ecosistemas forestales a tasas superiores al crecimiento de su constituyente arbóreo, capturamos muchos más peces y organismos marinos de los que nacen año con año y contaminamos su hábitat de manera creciente, incorporamos agroquímicos a los suelos para aumentar su productividad causando su agotamiento, así como vertemos a la atmósfera mucho más dióxido de carbono (co2) que la fotosíntesis planetaria (terrestre y marina) es capaz de absorber.

Como conglomerado, desde la década de los setenta la humanidad consume, aunque en enormes desigualdades, más de lo que el planeta puede ofrecer. Para poder abastecer las necesidades de todos los habitantes del mundo, durante un año, se necesitaría tener 1.75 planetas, esto quiere decir que se consume 75% más de los recursos naturales que la Tierra puede ofrecer. De seguir con esta tendencia, para 2050 la cifra aumentará a 2.5 planetas; pero si todos consumiéramos como la población de Australia, se necesitarían de 5.4 planetas para abastecer nuestras necesidades. Si fuera como Estados Unidos, se necesitan 4.8 planetas, como Corea del Sur y Rusia se requieren de 3.3 planetas, y como India es todo lo contrario, solo se consume lo equivalente a 0.7 planetas.[5]

Esta circunstancia implica que la extracción de recursos y la degradación de los ecosistemas que genera todo tipo de contaminantes están rebasando su capacidad de carga y de regeneración. Es decir, al planeta se le extrae cada año más de lo que es capaz de proporcionar, creando un déficit cada vez mayor en el potencial de servicios ecosistémicos que hacen viable la vida humana. Es inexorable el avance en la reducción del número de días en los que la humanidad rebasa las capacidades de renovación anuales de los ecosistemas para producir biomasa y los servicios ambientales indispensables para la vida: alimentos, agua, energía y todo tipo de materiales que sustentan las economías. En 2018 el día calculado fue el 1º de agosto, en 2022 fue el 28 de julio, si se siguiera a este ritmo sin revertir las tendencias actuales, la capacidad del planeta para sostener la vida humana colapsará en aproximadamente 180 años.

Las consecuencias y efectos adversos de estos patrones de consumo, insustentables, se observan ya muy claramente a escala global. Deforestación, disminución de la biodiversidad, estrés hídrico para consumo humano y caudales ecológicos, erosión y pérdida de suelos fértiles, inmensa acumulación de desechos (residuos sólidos y aguas usadas) e incremento sostenido de la concentración de co2 en la atmósfera.

Ello nos sitúa ante la irrefutable inviabilidad del modelo del mal llamado desarrollo adoptado a escala planetaria. Los niveles de consumo actuales, detrás de los cuales está una lógica económica voraz que no repara en lo pernicioso de una extracción minera desenfrenada de todo tipo de recursos y una colonización abusiva de los ecosistemas naturales —de la mano de la fallida idea de un crecimiento económico ilimitado—, provocará el colapso de la economía, llevándose consigo la viabilidad de la vida humana en el planeta.

Crisis civilizatoria

La crisis ecológica es una crisis de civilización ya que, subyaciendo a las diferencias entre los sistemas sociales, se encuentra un conjunto de similitudes megaestructurales en la red de las sociedades industriales contemporáneas, una suerte de “modelo supremo” como inercia global compartido por el capitalismo y el socialismo realmente existente. Y es en esta matriz civilizatoria cada vez más expandida en donde deben buscarse las causas que han desatado el conjunto de factores que hoy amenazan la supervivencia de la especie. Por eso, contra lo que suele pensarse, la crisis ecológica del planeta no logrará resolverse mediante nuevas tecnologías, audaces acuerdos internacionales o aún, un reajuste en los patrones de producción y consumo. La nueva crisis global penetra y sacude todos y cada uno de los fundamentos sobre los que se asienta la actual civilización y exige una reconfiguración radical del modelo civilizatorio.[6]

Es difícil asimilar este arco en uno de cuyos extremos están los grandes capitales financieros alimentando procesos de producción destinados a un consumo que ellos mismos promueven enfebrecidamente y, en el otro extremo, millones de personas que han hecho suyo el mandato de consumir, confundiéndolo con sus propios deseos en un afán inconsciente por llenar vacíos afectivos, existenciales y espirituales propios de estados de desolación y soledad producidos por esa misma lógica consumista.

Pero, además, la crisis civilizatoria tiene otra dimensión, la del conocimiento y la intervención en el mundo, es decir, de la ciencia y la técnica. El reconocimiento de los límites del planeta nos impone nuevas exigencias en la manera de comprender el mundo: no podemos pensar a la sociedad como algo separado de la naturaleza, ni aceptar las pretensiones de la economía de hacer caso omiso de las dimensiones necesaria e inevitablemente materiales de la producción y entender que hay límites a la producción porque los recursos son finitos. Como afirma Enrique Leff, se trata de una crisis de conocimiento, dado un patrón a través del cual “la humanidad ha construido el mundo y lo ha destruido por su pretensión de universalidad, generalidad y totalidad; por su objetivación y cosificación del mundo.”[7]

Pero algo en lo que se repara poco es que el Antropoceno es resultado del antropocentrismo, la falsa idea milenaria de que el humano es dueño de todo cuanto existe para su control y disfrute o, en su versión moderna, el culmen de la evolución, pero que, como vimos antes, se trata de una modelación del mundo conforme al estereotipo de masculinidad hegemónico, eminentemente androcentrista. Diversas autoras, como Franꞔoice d’Eaubonne y Alicia Puleo, han mostrado cómo el androcentrismo está también en la base de la vejación que la civilización masculina hace de la naturaleza, ya que ésta es expresión de lo femenino (energía fértil, dadora de vida, nodriza); de ella recibimos, como de una madre, nutrientes, abrazo que arrulla, contención de ansiedades y consuelo. La violencia masculina se despliega hasta abarcar prácticamente todas las dimensiones humanas, se vuelca contra todo y contra todas y todos, es una medusa que se ensaña y se reproduce sin pausa. El Antropoceno es no es sólo la huella de la presencia humana en la Tierra, es más bien la impronta de la violencia masculina justificada, legitimada y estimulada, hasta premiada, en el seno de la matriz androcéntrica. 

El vaso comunicante entre antropocentrismo y androcentrismo está en la exaltación de la razón, que según esta narrativa es la única capaz de tener acceso al mundo de las ideas y ser fuente de la palabra, como algo exclusivo de los varones, y de ahí el deprecio por el cuerpo, porque el cuerpo siente, no piensa, es, según esto, la expresión del mundo del pecado y con ello de la mujer que arrojó al hombre a la perdición por su sensualidad y sexualidad.[8] Según esta narrativa, los hombres somos superiores porque tenemos la razón, tenemos la palabra y con ello la capacidad de codificar y decodificar el mundo para transformarlo, para someterlo, como al cuerpo y a la mujer. Haciendo referencia a personajes de la literatura universal, somos Robinson Crusoe sobreviviendo con absoluta autosuficiencia en una isla solitaria hasta construirse un mundo confortable y seguro. Somos un Ismael Ahab persiguiendo a Moby Dick para someterlo y, junto con el cachalote, controlando, sometiendo y explotando a la naturaleza toda.

Esta crisis civilizatoria está tratando de ser descifrada y combatida desde distintos frentes, desde donde, fragmentados, resultan insuficientes los esfuerzos; es menester apelar a un abordaje de su complejidad, descifrarla con perspectiva sistémica, de género y de interseccionalidad, reconocer sus dimensiones genético estructurales, desde los sistemas de creencias y las formas cómo se conforman las subjetividades; y también hay que develar y combatir los mecanismos de poder de dominación que se despliegan desde lo micro hasta lo macro, impuestas y reproducidas en leyes e instituciones, en políticas y en presupuestos gubernamentales, en usos y costumbres y en patrones culturales diseminados desde los púlpitos y las aulas escolares.

Y en el centro de todo ello, es necesario develar el androcentrismo, desenmascarar cómo es que se le hace aparecer como propio de un orden natural, y trabajar en mostrar que otras masculinidades son posibles, educando a las nuevas generaciones para el aprendizaje de su ser personas libres de estereotipos, de mandatos y de exigencias. Para que cada niño y joven reconozca y valore que todos somos distintos, que no tenemos que ajustarnos a ningún estereotipo de cómo ser hombre, que no tenemos nada que demostrar; que podemos ser nosotros mismos de manera genuina y espontanea, conforme a nuestra personalidad, gustos y elecciones. Que es posible ser un hombre respetuoso, amoroso y tierno, que se esfuerza por no ser machista ni violento. Que es necesario que cultivemos nuestras inteligencias emocional —para convivir mejor­— y espiritual —como antídoto al vacío existencial. Que eso nos permite ser más libres y mejores personas. Porque, además de sustraernos de reproducir los patrones machistas, aún los más sutiles, genera mayor bienestar personal y de quienes nos rodean, y puede ir revirtiendo esta crisis civilizatoria que está haciendo del Antropoceno una verdadera calamidad para la vida toda en el planeta.

Pero para ello es menester que se reconozca que no basta con ser mejores hombres en nuestra individualidad, si no renunciamos a los privilegios que tenemos por serlo, si no nos sustraemos a actitudes y prácticas machistas, si no rompemos con el pacto patriarcal, si no trabajamos colectivamente por modificar las bases estructurales e ideológicas, los resortes y los mecanismos del patriarcado.

Ello va desde el trabajo personal hasta la responsabilidad del Estado, lo que lo hace sin duda una empresa de magnitudes inconmensurables; pero que no puede ser postergada. Desenmascarar el carácter profundamente androcéntrico de la crisis civilizatoria que estamos viviendo durante el Antropoceno, desmontar las relaciones de dominación que se dan en todas las interseccionalidades, incluyendo las de clase, por supuesto, pero también en las de la división de tareas domésticas y las labores de cuidado, y construir nuevas formas de convivencia, de acuerdos para acceder a los recursos naturales y para preservar la base ecosistémica y biodiversa de la vida, pasa por procesos individuales, sin duda, pero que son estériles si no pasan también por la organización y el ejercicio de ciudadanía traducida en una lucha política colectiva y de largo aliento.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Chaparro Mendivelso, J. y Meneses Arias, I. (2015). El Antropoceno: aportes para la comprensión del cambio global. Ar@cne, revista electrónica de recursos en internet sobre geografía y ciencias sociales, 19(203), 1-20. http://www.ub.edu/geocrit/aracne/aracne-203.pdf

 

Leff, E. (27-28 de septiembre de 2004). Más allá de la interdisciplinariedad. Racionalidad ambiental y diálogo de saberes [Ponencia]. Seminario Internacional Diálogo sobre la Interdisciplina, Observatorio Internacional, ITESO, Guadalajara, México.

 

Toledo, V.M. (1992). Modernidad y Ecología. La nueva crisis planetaria. Ecología Política (3), 9-22. https://www.ecologiapolitica.info/novaweb2/wp-content/uploads/2019/10/03_Toledo_1992.pdf

 

Villar, A., Canarias, E., Altamira, F., Mujika, I., Caballero, I., Fernández, M. y Celis, R. (2013). Los deseos olvidados: La perspectiva de géneros y de diversidad sexual en el trabajo de cooperación y educación para la ciudadanía global, Nahia.

WWF (2016). Planeta vivo: Informe 2016. https://wwf.panda.org/es/noticias_y_publicaciones/publicaciones/informe_planeta_vivo_2016/

 



[1] Distopía es un término acuñado recientemente como lo opuesto a utopía, es decir, la descripción de un futuro que contradice la esperanza por un mundo mejor, como lo hacen algunas novelas escritas en el siglo pasado: Un mundo feliz de Aldous Huxley; 1984 de Gerorge Orwell; y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury.

[2] Equipo Nahia, Los deseos olvidados: La perspectiva de géneros y de diversidad sexual en el trabajo de cooperación y educación para la ciudadanía global, Bilbao, 2013.

[3] Jeffer Chaparro Mendivelso e Ignacio Meneses Arias, “El Antropoceno: aportes para la comprensión del cambio global”, ar@cne revista electrónica de recursos en internet sobre geografía y ciencias sociales, 2015, consultada el 23 de agosto de 2018 en: http://www.ub.edu/geocrit/aracne/aracne-203.pdf

[4] Proceso intenso, acelerado y sin consideración alguna sobre los efectos de la actividad, obviando la capacidad de regeneración de la fuente del recurso, como si éste fuera inagotable, y negando sus impactos acumulativos. Definición libre.

[5] Cfr. WWF, Planeta vivo, 2016, consultado el 20 de agosto de 2018 en: http://www.wwf.org.mx/quienes_somos/informe_planeta_vivo/

[6] Cfr. Víctor Manuel Toledo, “Ecología mundial: Ante la Conferencia de Río de Janeiro”. Ponencia para el coloquio: Sociedad y Medio Ambiente en México. El Colegio de Michoacán (Zamora, Michoacán) septiembre de 1991, consultada el 13 de febrero de 2019 en: file:///C:/Users/defin/Downloads/Dialnet-ModernidadYEcologiaLaNuevaCrisisPlanetaria-6805798.pdf

[7] Enrique Leff, “Más allá de la interdisciplinariedad. Racionalidad ambiental y diálogo de saberes”, ponencia en el Seminario Internacional Diálogo sobre la Interdisciplina, Observatorio Internacional, iteso. Guadalajara, 27-28 de septiembre, 2004.

[8] Pablo de Tarso, en la Primera carta a Timoteo 2,11-14, dice: 11. La mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión. 12. No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio. 13. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. 14. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión.

lunes, 2 de mayo de 2022

EL DESARROLLO DE LA INTELIGENCIA ESPIRITUAL COMO FUNDAMENTO DE LA ÉTICA DEL CUIDADO[1]

Es preciso iniciar aclarando de qué hablo cuando hablo de Inteligencia Espiritual, siendo que estoy convencido de que la inteligencia humana es una sola, aunque no se limita a lo racional, como suele creerse. Hablar de Inteligencia Espiritual pasa necesariamente por desmontar algunas concepciones equivocadas sobre el concepto “inteligencia”, una de las más importantes es la idea de que la inteligencia se puede medir con un instrumento como el coeficiente intelectual, el famoso IQ que tanta fama ganó en la segunda mitad del siglo pasado. Están también las inteligencias múltiples, concepto que, si bien permitió liberar a la inteligencia de su asociación indefectible con el pensamiento lógico y la capacidad de abstracción matemática —concebida en occidente como la razón y considerada erróneamente contraria, inclusive mutuamente excluyente, a lo emocional— corre el peligro de diluirla en un conjunto indiferenciado de facultades humanas.   

Hablar de Inteligencia Espiritual, como hablar de Inteligencia Racional e Inteligencia Emocional tiene un propósito meramente analítico, ya que se trata de tres dimensiones y manifestaciones distintas de una sola inteligencia. Imbricadas y mutuamente determinadas. Tres subsistemas del sistema inteligencia humana, para atender a procesos específicos de nuestro estar en el mundo, los procesos de pensar, de sentir y de conciencia de sí encontrando y dando sentido a la existencia.

La noción de Inteligencia Espiritual que propongo surge de dos fuentes y sus consecuentes procesos reflexivos, además, por supuesto, de la sistematización de mi propio recorrido espiritual:

a) La indagación sobre un concepto de espiritualidad que pueda ser compartida por creyentes y no creyentes y, por lo tanto, que no quede enredada entre las distintas versiones que las diferentes creencias tienen sobre lo sagrado y la vida más allá de la muerte. Es decir, una noción de espiritualidad que convoque a una conversación incluyente. Para ello me pregunté por lo que tienen en común quienes pueden ser consideradas personas buenas, con independencia de si son o no creyentes y si lo son, qué fe profesan. Esa búsqueda me llevó a la conclusión de que eso que tienen en común las personas que viven plenamente su espiritualidad, con religión o sin ella, es su Inteligencia Espiritual.

B) La inteligencia sentiente, aportación del filósofo vasco del siglo pasado Xavier Zubiri, que ofrece una extraordinaria explicación a lo que precede y hace posible a la razón y después al lenguaje: un saber que es sentido antes de ser pensado, una protoconciencia previa a la abstracción, la conceptualización y la enunciación; más cercana a la intuición que a la razón. Debido a que la evolución favoreció a los humanos con la inteligencia sentiente fue posible el proceso de hominización, primero, y de humanización después, donde el factor medular ha sido la capacidad del sentipensar.  

La inteligencia humana como unidad puede ser concebida como una flor de la que el cáliz es la inteligencia sentiente y, emergiendo de ahí, sus tres principales pétalos son las inteligencias racional, emocional y espiritual. Hablar entonces de Inteligencia Espiritual es hablar de una dimensión de una sola inteligencia humana que para ser entendida y analizada es abordada en su especificidad.

La Inteligencia Espiritual es lo que nos conecta con lo más profundo de nuestra humanidad, es el darnos cuenta de manera sentipensante del halito vital que nos da viabilidad como individuos de una especie caracterizada por la conciencia de su propia conciencia. Es lo que nos permite reconocernos siendo en el mundo, con toda la profundidad y trascendencia que eso tiene, y ahí sopesar y dar sentido a la existencia.

Una de las consecuencias más importantes de la inteligencia sentiente que nos devela Zubiri es que por ella y desde ella, los seres humanos nos situamos en el mundo abiertos a la realidad. Esta apertura puede comprenderse en contraste con la forma como el resto de animales no humanos se sitúan en el mundo: los instintos como respuesta a los estímulos del medio. Mientras los instintos van constituyendo el arsenal vital de cada especie con muy pocas variantes a lo largo de siglos, como puede ser la forma en que las abejas construyen y hacen funcionar sus panales (sin duda extraordinaria), es decir, de una forma cerrada, en los seres humanos las respuesta a los estímulos pueden ser inabarcables, eso explica nuestra capacidad para adaptarnos a distintos medios y circunstancias, y explica también el desenvolvimiento cultural que hemos tenido a lo largo de 200,000 años.

La apertura a la realidad que nos posibilita la inteligencia sentiente, se despliega, por la Inteligencia Espiritual en apertura a sí mismos, a los demás y al entorno. La forma humana de estar en el mundo es apertura a él, es habitarlo como elección continua entre diversas posibilidades de repuesta a los estímulos. La Inteligencia Espiritual nos lleva a decidir cómo habitarlo de manera que nuestra humanidad se despliegue plena y gozosamente.

Ahora bien, lo humano es primeramente gregariedad. Nuestra especie fue posible como resultado de la trama vincular que nos constituye. La evolución nos favoreció por la capacidad de ver los unos por los otros de la que depende nuestra viabilidad como individuos y, por lo tanto, por los lazos afectivos que somos capaces de desplegar. La especie humana ha sido viable, aún en términos eminentemente biológicos, por el amor. En estricto sentido biológico y antropológico el amor hizo posible y constituye lo humano.

La humana es una especie que logró superar su marcada debilidad frente a otras especies, de alimentarse en condiciones excepcionales y de tener un desarrollo craneoencefálico inédito, aún antes de poseer las capacidades que tenemos ahora para el raciocinio y el lenguaje, como resultado de los lazos afectivos y para la cooperación que pudimos fraguar (todo ello devino en su momento inteligencia sentiente). Y para ello fue también determinante toda la trama ecosistémica en la que se desarrolla nuestra vida. Por nuestra apertura al mundo y la capacidad de desplazamiento que eso nos permitió, la diversidad ecológica fue el medio propicio para nuestro desarrollo en diferentes paisajes.

Contra lo que afirma el gran equivoco que hace apología del individualismo al insistir en que somos seres autónomos y autosuficientes que primero somos lo que somos y luego nos relacionamos, los humanos somos viables porque nos relacionamos de manera interdependiente, entre nosotros y con nuestro medio. Como ninguna otra, somos como especie parte de la trama de la vida, todo lo otro y todos los otros nos constituyen. La Inteligencia Espiritual nos coloca en la tesitura necesaria para poderlo reconocer, apreciar, agradecer y celebrar.

Podemos ahora afirmar que la Inteligencia Espiritual es lo que nos permite tener una noción ética. Esa “ley moral en mi corazón” de la que habla Kant, pero que antes de ser un imperativo categórico es el anhelo del mayor bien posible para sí y para todos, que nos propone Aristóteles; es el saber que somos parte de la trama de la vida que nos acoge, provee, protege y nutre a la cual no podemos sino acoger, proveer, proteger y nutrir en un acto primordial de reciprocidad. Este saber anida en nuestra Inteligencia Espiritual. El cultivo de la Inteligencia Espiritual nos mantiene en la conciencia de nuestro estar en el mundo inmersos en una trama vincular que ve por nosotros y depende de que veamos por ella.

La Inteligencia Espiritual nos pone en nuestro lugar de pequeñez y vulnerabilidad reconociendo nuestra circunstancia dependiente del cuidado que nos prodigan nuestros congéneres y el nicho ecológico en el que hacemos nuestra vida. La ética del cuidado emerge de la Inteligencia Espiritual como conciencia de estar viviendo una vida que es asistida por la red de vínculos en la que estamos viviendo, trama que depende de la reciprocidad que cada uno le prodigue.

Quien cultiva su Inteligencia Espiritual no puede no reconocerse enlazado en la trama de la vida, vinculado a todo lo humano, acogido por la Tierra. Y reconocer así, cómo estamos, en palabras de Xavier Zubiri, vertidos los unos en los otros, determinando mutuamente nuestras vidas y posibilitando nuestra acción. Reconocimiento del que abreva el sabernos obligados a ser solidarios con todos los demás humanos, contemporáneos y futuros, y que nos insta al cuidado de la casa común.

La apertura al mundo posibilitada por la inteligencia espiritual nos sustrae del centramiento abstraído en nosotros mismos, en donde anida el individualismo. Nos saca del “capullo del ensimismamiento” del que nos habla Barbara Fredrickson[2], para ponernos en sintonía con nuestro entorno, con los demás, devolviéndonos a ellos y a nosotros nuestra plena humanidad y permitiéndonos la experiencia comunal, misma que descansa necesariamente en la cooperación. Esta vivencia es suficientemente robusta como para ser el cimiento de una convivencia que asegure a toda persona condiciones propicias para disfrutar, valorar y celebrar el estar viva. Tener motivos para celebrar la vida es un indicador de que nuestra vida es buena.

El cuidado es la actitud atenta y dispuesta a procurar el bien del otro en toda circunstancia, lo opuesto a la violencia. En esta tesitura, la ética del cuidado supone la proscripción de la práctica y justificación de cualquier tipo de violencia. El cuidado mutuo honra nuestra humanidad y pone diques al mal del que los humanos somos capaces de hacernos los unos a los otros y a lo que sustenta la vida toda en la Tierra. Por eso es también una ética del cuidado de todas las especies y de nuestra casa común. En este sentido, una ética del cuidado tiene también una dimensión política en tanto que significa anteponer el interés público al interés personal, reconociendo que la mejor realización de éste es posibilitada por la realización de aquél.

Apropiarnos de una ética inspirada en la Inteligencia Espiritual supone asumir a cabalidad el ser ciudadanos involucrados en las acciones colectivas por el bien común. Quien cultiva la inteligencia espiritual se suma a la acción colectiva y participa de manera voluntaria en diversas causas en solidaridad. Ser ciudadanos responsables supone también ser consumidores responsables

Aspirar al mayor bien posible para sí y para todas y todos pasa también por superar el androcentrismo en el que habita la masculinidad tóxica. El mandato hegemónico de masculinidad y el desafane de las labores de cuidado en el ámbito doméstico está dejando en las espaldas de las mujeres la crianza de la prole y la atención necesaria a los ancianos y las personas que no pueden valerse por sí mismas. ¿Cómo hemos llegado a esto si para criar a un infante se necesita una tribu? como reza el refrán africano. Las labores de cuidado no reconocidas como trabajo y no remuneradas ─siendo que aportan a la economía como una externalidad ocultada─, son un subsidio al capital que no retorna de ninguna manera a quienes lo generan.

La ética del cuidado supone también desterrar el odio a quien es diferente, al extranjero pobre, a quien sufre discapacidad; supone erradicar la homofobia y la transfobia en sus diferentes manifestaciones, de la mano de la aceptación respetuosa y gozosa de la diversidad humana en todas sus dimensiones.  

Depende, además, de una reconfiguración de los parámetros en los que se ha desarrollado la economía, justificando las enormes desigualdades a escala planetaria que hacen que 1% de la población más rica concentre más de la mitad de toda la riqueza mundial; el resto se distribuye, también de una manera muy desigual, entre el otro 99%. La ética del cuidado supone también no ser indiferentes ante la pobreza, sus causas estructurales y sus consecuencias, y actuar para erradicarla.

Y por supuesto, la ética del cuidado es sentido y práctica del autocuidado, empezando por nuestro propio cuerpo para lo cual es preciso deshacernos de otro equivoco: que nosotros no somos nuestro cuerpo, llegando incluso a despreciarlo por ser corruptible o también causa de pasiones que nos desvían de la virtud. La ética del cuidado y la preservación de la salud se implican mutuamente.

Y en esta perspectiva integral que nos propone la simultaneidad de las aperturas a uno mismo, a los demás y el entorno, el autocuidado es acoger, proveer, proteger y nutrir todo el entramado vital que nos acoge, provee, protege y nutre; viviendo una vida en reciprocidad.  

Esto se torna más importante y urgente dada la crisis civilizatoria por la que estamos atravesando los humanos, con serias consecuencias para el medio ambiente, comprometiendo como nunca antes la viabilidad de la especie humana y heredando a las futuras generaciones un cúmulo de condiciones adversas.

Leonardo Boff y otros profetas contemporáneos advierten de la necesidad de una revolución espiritual para superar esta crisis civilizatoria —cuyos impactos son personales y colectivos— y cimentar un futuro factible para la humanidad.

Hoy el mundo necesita una ética apropiada en el doble sentido del término. Que sea propia de las circunstancias que vivimos —se ajuste y responda a—: una crisis civilizatoria que urge ser superada so riesgo de la extinción de la especie humana —lo que sería una verdadera pena—, y que clama por justicia a millones de seres humanos que sufren condiciones inhumanas de vida en el presente. Y en el otro sentido, una ética que cada persona pueda hacer suya, apropiársela en su forma de estar en el mundo, haciendo de su vida una vida comprometida con el buen vivir colectivo.

Se trata de la solidaridad vivida en modo de empatía y compasión hacia nuestros congéneres y otras especies, y respeto a la casa común, haciéndonos cargo de las consecuencias de nuestros actos en un estilo comunitario de vivir el cuidado; sin olvidar nunca que el ejercicio de la libertad supone ser responsables de las consecuencias de nuestros actos.

Vivir de esa manera es propio de quien cultiva la Inteligencia Espiritual.


  Dr. Rafael González Franco de la Peza

[1] Presentado en el Panel 2: El autocuidado como espiritualidad: posibilidad de la práxis cristiana, en el 5to Simposio de Teología y Pastoral: Saber cuidar y educar para cuidar: hacia una teología, espiritualidad y práxis del cuidado. El 27 de abril de 2022, organizado por el Centro Sofía de la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce, Puerto Rico. Texto basado en la obra de mi autoría González-Franco de la Peza Rafael (2020) Inteligencia espiritual sin espíritus ni dioses. Autoedición.

lunes, 2 de noviembre de 2020

 Tres miradas a la muerte

Primera mirada: La propia muerte

A los seres humanos se nos hace intolerable la idea de la muerte, “sabernos mortales es ante todo sabernos abocados a la perdición. Lo más grave no es precisamente no durar, sino que todo se pierda como si jamás hubiera sido” nos dice Savater (S. 2007-40)

No podemos concebir que dejaremos de existir en algún momento, se trata de un hecho inconcebible desde el miedo, cuando no del terror, ante lo que se nos aparece como la mayor de las fatalidades. Su inevitabilidad, contundencia e irreversibilidad confrontan y hacen palidecer nuestra ilusión de tener control sobre todo. Frente a la muerte estamos inermes, absolutamente desvalidos, no hay nada ni nadie que nos libre, y eso es intolerable. Damos por hecho que nos corresponde vivir pero nos cuesta mucho esfuerzo mítico reconciliarnos con la muerte… y siempre se trata de una reconciliación relativa, un mero apaño” (S. 2007-46). Morin y Kern lo dicen así: “Todos los vivos son arrojados a la vida sin haberlo solicitado, están condenados a la muerte sin haberlo deseado” (M y K, 2005-52)

¿No es pues la idea de la inmortalidad resultado de la resistencia a aceptar la muerte? Freud nos dice: “La muerte propia es […] inimaginable y cuantas veces lo intentamos podemos comprobar que seguimos siendo meros espectadores […] en el fondo nadie cree en su propia muerte o, lo que es lo mismo, en lo inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.” (citado en S. 2007-52)

Ante la muerte, la perplejidad por estar vivos deviene angustia por nuestra finitud, enojo porque la vida termina y miedo a lo desconocido. Así, la muerte se convierte en objeto de nuestro rechazo, seguido de negación.

¿Por qué temer a la muerte? Hace ya mucho que los estoicos nos dejaron una de las más grandes lecciones de la vida: tu muerte y tú nunca se encontrarán, porque mientras estás vivió la muerte no está, y cuando la muerte llega, tú ya no estarás.

El miedo a la propia muerte, la negación de la propia muerte y el empeño en creernos inmortales nos lleva vivir a fuerzas, a vivir aguantando, soportando, resignados a lo que se nos aparece como un trance necesario para algo más, y así, sin darnos cuenta despreciamos la vida y desperdiciamos la vida. Dejamos de extraer hasta la última gota del elixir de la existencia, que nos llevaría a gozar profundamente cada instante, cada vivencia, cada gesto hermoso que se nos va apareciendo, cada momento de ternura; y así nos enconchamos, nos ensimismamos, nos volcamos hacia nuestro ego mezquino y amargado.

Según esto, nuestro cuerpo sería un receptáculo, un vehículo, un continente de nuestro verdadero ser, necesario durante nuestra estancia en el mundo, prescindible cuando termine; algo corrompible cuyo destino es desintegrarse; inclusive un mal necesario según algunas versiones. Que nuestro cuerpo no sea nosotros mismos o lo sea sólo en parte, hinca una escisión en nuestra identidad. Pero, además, al cuerpo se le culpa de deseos y pasiones que son fuente de sufrimiento o de pecado y así, despreciando nuestro cuerpo, vivimos con desprecio a nosotros mismos. Aún más, se nos educa no sólo como si nuestro cuerpo no fuera nosotros mismos, sino como si ni siquiera fuera nuestro, por eso otros pueden disponer de él, sobre todo si soy mujer. Un cuerpo corruptible, imagen que choca con nuestra pretensión de estar por encima del resto de los seres vivos; por eso acaba siendo un accesorio desechable de nuestro ser. No toleramos la idea de ser un cuerpo que acaba por pudrirse y desintegrarse: ¡qué se pudra él! (mi cuerpo), ¡yo no soy él! No nos damos cuenta de que así acabamos repudiándonos nosotros mismos.

Estas negaciones encuentran en el equívoco de la supremacía humana la mejor coartada: ¡los seres humanos no podemos ser como el resto de los seres vivos! Decimos; suponemos que si bien compartimos un elemento orgánico que estando sujeto a la naturaleza ha de morir, algo vive en nosotros que tiene que ser inmortal. Cuánta soberbia hay en la pretensión de inmortalidad y cuan incapaces nos hace para disfrutar y vivir una vida que valga la pena ser vivida, junto con las y los demás, conviviendo, gozando y construyendo una casa en la que quepamos todas y todos. Cuan insensibles nos hace para cuidar de esta casa común y preservarla para los que han de venir.  

 

Segunda mirada: Cuando muere alguien que amamos

En esta tesitura de negar nuestra finitud tras la muerte, una faceta medular es la muerte de un ser querido. Sin duda, uno de los indicadores de que amamos a alguien es el gran sufrimiento que nos provocaría su deceso. Difícilmente puede experimentarse dolor más profundo que el de la muerte de alguien a quien amamos. Es como si con su muerte algo muriera dentro de nosotros, y sí, porque las otras personas, al estar vertidas en nosotros, de alguna manera están en nosotros; pero a las que amamos, su estar en nosotros se vuelve casi físico, es como si anidaran dentro nuestro y su partida fuera un arrancón que se lleva una parte de nuestras entrañas causándonos un intenso dolor, una fuerte conmoción.

Quienes amamos habitan dentro nuestro, por eso su muerte nos deja deshabitados. Nunca la vida aparece tan desolada, tan extraña, tan ajena, sombría y sin sentido como cuando alguien a quien amamos muere. Y si esa muerte es intempestiva, más fuerte es la conmoción. Al dolor se le suma un aturdimiento como si estuviéramos entrando a un obscuro y ensordecedor laberinto de extrañeza.

La analogía que al respecto de la muerte de un ser querido hace Savater es cruda, escalofriante:

Un extremo de la relación se pierde pero el otro sigue en nosotros, como si conserváramos en las manos el cabo de una cuerda de cuya otra punta ya no tira ni cuelga nadie. Damos tirones pero no hay repuesta: la cuerda vuelve poco a poco en toda su longitud vacía a nuestras manos y ya no ofrece resistencia, aunque la niebla oculta ese otro extremo desocupado, ingrávido. Y no sabemos qué hacer ni cómo desprendernos de nuestra parte de la soga, la que permanece, querámoslo o no en nuestras manos. Lo peor de los muertos es que, aún ya muertos… ¡siguen pareciéndose tanto a los vivos! Nos duelen después de la muerte, como el miembro amputado sigue molestándole tras su ausencia a quien lo perdió. (Savater, 2007-48)

Es intolerable la idea de que quien cuya presencia cotidiana nos es tan amable e indispensable ya no estará más con nosotros, ¡nunca más! Que no volveremos a disfrutar de su compañía, de escuchar su voz, de intercambiar caricias y palabras amorosas, de compartir momentos entrañables de alegría, lucha o acompañamiento en momentos difíciles. ¡Y ya no volverá nunca! porque ya no está más en este mundo.

Cuando alguien que amamos muere lloramos por nosotros mismos, lloramos por el dolor que nos provoca su partida, lloramos porque hemos quedo deshabitados. El gran equivoco es suponer que el dolor por la partida de alguien a quien amamos, que el llanto que acompaña ese dolor, es por compasión hacia él o ella.

Así, en torno a los deudos se teje un discurso que pretende brindarles consuelo convenciéndolos o recordándoles que ahora la persona muerta está en una mejor condición que en la que estuvo cuando vivía. Siendo que, en realidad, el llanto no es por el ser amado muerto, sino por el dolor que su partida nos provoca. Lloramos por nosotros, no por el difunto.

De ahí la importancia de los rituales funerarios para despedirse, del acompañamiento a quien pierde a un ser amado y de la contención necesaria para elaborar el duelo. No hay nada que sustituya la presencia y el abrazo para encontrar consuelo. Por eso no tenemos que decir nada, sólo estar, escuchar, consolar.

Una de las facetas más crueles y dolorosas de la pandemia es no poder realizar el ritual funerario para despedir a quién se ha ido, ni ser acompañados en el profundo dolor que su partida nos deja. Pero eso no debe ser motivo para no buscar otras formas de hacerlo.

Tercera mirada: La importancia de honrar a nuestros muertos

De dedicar un día especial para recordarlos y honrar su memoria, para conectarnos emocionalmente con lo mucho que nos dieron, con lo hermoso que fue tenerlos. Poner en la ofrenda cosas que les gustaban y cocinar su comida favorita, es traer aquí y ahora su memoria, darle el golpe a lo hermoso que fue tenerlos y agradecerlo profundamente. Porque, como nos lo mostró de manera tan bien lograda la película Coco, nuestros muertos mueren dos veces, cuando mueren y cuando los olvidamos.

Conectarnos con los que se han ido nos permite también pensar en los que vendrán. Ellos harán lo mismo con nosotros, y así, la memoria se mantiene viva y cultivamos la solidaridad intergeneracional, tan necesaria en tiempos de pandemias, cambio climático y devastación ambiental. A lo mejor así nos ocupamos en dejar a los que vienen una planeta habitable y disfrutable.

(Extracto adaptado del capítulo “La muerte y el sentido de la vida” de mi libro “Inteligencia espiritual sin espíritus ni dioses”)

Fernando Savater, La vida eterna, 2007

Edgar Morin y Kern y Anne-Brigitte Kern, Tierra-Patria, 2005

 

 

domingo, 12 de abril de 2020

Coronavirus19: de lo global a lo personal y a la inversa


Entre las muchas ideas, reflexiones, llamados y consejos que circulan por las redes desde que nos llegó la pandemia, pero con mayor intensidad con la cuarentena, hay dos conjuntos de mensajes que, aunque parecen distantes entre sí, nos confrontan simultáneamente sobre los desafíos individuales y colectivos que tenemos durante y después de esta crisis tan global y tan doméstica al mismo tiempo.  Entre las cosas que nos muestra el coronavirus está que no sólo lo privado es político, sino que lo personal es global y viceversa. Pocas veces es tan evidente la responsabilidad individual frente a la condición colectiva.

El primer conjunto de mensajes está destinado a orientarnos sobre cómo hacer llevadera la cuarentena. De manera que podamos sobrellevar la incertidumbre, el estrés y eventualmente la depresión y la ansiedad asociadas a los contagios, al bombardeo informativo y al encierro; pero, sobre todo, y esto se pierde de vista, a la pérdida de nuestra cotidianeidad, la de la rutina diaria que nos proporciona estructura, seguridad y certidumbre.

Aparecen llamados a aprender, si no lo hemos hecho antes, a estar relajados y tener pensamientos positivos, predisponernos a valorar la vida y lo bueno que tenemos y a cultivar la gratitud por ello —en esta tesitura, mucho se insiste en las bondades y efectos positivos de la meditación—. Se nos insta a aprovechar el tiempo disponible para cultivar, reconstruir o reencontrar vínculos afectivos o hacer cosas que hemos postergado. Acompañado todo ello de ejercicio físico y buena alimentación. Se nos dice, además, que estos factores contribuirán a aumentar nuestro sistema inmunológico.

Sin duda alguna, estar bien personalmente es condición indispensable para hacer llevadera una situación que al romper nuestra cotidianidad y someternos a intensos factores de estrés, nos instala en un cierto malestar (lo que explica por qué es tan difícil ponernos en modo vacaciones a quienes podríamos darnos ese lujo) y nos lleva al límite de estallidos de depresión, ansiedad, desesperación, angustia o violencia. Pero también estar bien contribuye a una atmosfera que propicie que aquellos con quienes convivimos puedan compartir ese bienestar. Uno no puede más que sumarse a los llamados y adoptar y compartir los consejos para estar bien personalmente.

A este llamado se suma la confianza en que enfrentar esta crisis de manera correcta nos hará cambiar profundamente y saldremos de ella renovados, con una nueva conciencia y nuevas actitudes porque habremos sabido aprender y domeñar las fuerzas que nos hacían no ser suficientemente buenas personas.

Sin embargo, es posible encontrar un equívoco que se cuela entre las invitaciones a meditar y a tener pensamientos positivos, que tiene que ver con lo colectivo y el carácter global de esta pandemia. Se afirma que nosotros, mediante nuestros pensamientos y deseos, conformamos la realidad y que, por lo tanto, si nuestros pensamientos y deseos son positivos daremos origen a una realidad positiva. La confusión está en la naturaleza y alcance de esta realidad. Es cierto que “uno crea aquello en lo que cree”[1] en lo que concierne a la manera como encaramos nuestra vida. Y en ese sentido conformamos nuestra realidad; pero no así en cuanto a las condiciones materiales de existencia, éstas no dependen de lo que está en nuestra mente.

Así como la mayoría de la gente no lee (o ve y, o escucha medios audiovisuales) para informarse sino para confirmarse y alimentar sus deseos o, como ahora especialmente, sus miedos, con nuestras actitudes, pensamientos y deseos conformamos nuestra propia realidad. Nosotros podemos crearnos un entono amable, generoso, de certidumbre y confianza en la medida que trabajemos en nuestro mundo interno atajando la ansiedad, los miedos, la angustia, el enojo, la envidia y el egoísmo, porque si no lo hacemos y dejamos que emerja todo ello, haremos de nuestra realidad algo insoportable y haremos que lo sea para quienes nos rodean. Así, ser empáticos, solidarios y compasivos, amables, generosos y comprometidos con el bien común nos da bienestar y lo genera en nuestro entorno.

Pero esta propia e íntima realidad no puede ser confundida con la realidad del mundo; con la estructura sistémica, multidimensional, multipolar y multiescala que sostiene la voracidad del capital, la preeminencia descontrolada del mercado y el consumismo desbocado, por una parte, y el patriarcado, los colonialismos, los racismos y los clasismos, por la otra. Estructura compleja que conforma relaciones de dominación en todos los ámbitos de la vida, de exclusión de los beneficios del sistema, de violación de los derechos y la explotación de los recursos de la gente y la devastación ambiental.

Cuyo resultado son enormes desigualdades, pobreza lacerante, violencia, especialmente contra las mujeres y los migrantes, y devastación ambiental, sobre todo el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la desertificación. Lo que a su vez agudiza —en bucles de retroalimentación que se convierten fácilmente en incubadoras de epidemias un mundo que no es casa de todas y todos, porque proporcionalmente sólo unos cuantos encontramos lo necesario para hacer y vivir nuestra vida dignamente.

Y aquí es donde entra el segundo conjunto de mensajes. Hay un debate equivalente al de si saldremos de esta crisis como personas renovadas habiendo dejado atrás nuestra parte obscura, pero a escala global. Es la pregunta de si el coronavirus está siendo un golpe de gracia a un sistema global, desde hace mucho en crisis, al que sólo hacía falta un impacto en sus cimientos para desmoronarse.

Contra lo que afirman ciertas voces optimistas medianamente influyentes, esta pandemia no derribará por sí misma este (des)orden establecido. Si ha de advenir un cambio estructural que sea efectivamente radical (es decir, que se sacuda desde sus raíces) debe ser resultado de una acción colectiva generalizada que surja de despertar y renunciar a los privilegios y beneficios de la situación presente —en el caso de quienes disfrutamos de alguna manera del estado actual de cosas— y de la organización concertada y visionaria de quienes lo sufren.

"Somos nosotros, personas dotadas de razón, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta”, dice el intelectual surcoreano Byung-Chul Han.[2] Hemos de reconstruir la casa común para que todos podamos vivir en ella sin carencias, sin miedo, sin violencia y sin exclusión ni negación de derechos. No hay alternativa “Ha llegado la hora de replantear y de humanizar este modelo económico”[3] y toda la narrativa que lo naturaliza, justifica y legitima.

Se trata de tendencias arraigadas y hasta cierto punto autónomas frente a la acción colectiva cuando no es generalizada y, por lo tanto, en procesos de retroalimentación continua, ante las cuales esfuerzos aislados están inermes. Piénsese por ejemplo en la deuda externa de muchos países o la demanda de recursos naturales para alimentar una frenética actividad de producción y consumo al final de cuyo proceso estamos cada una y cada uno como consumidores voraces y generadores desenfrenados de desechos.

Casi todas y todos los que podemos estar en casa porque no dependemos de un ingreso logrado día a día, alimentamos un monstruo insaciable que devora recursos y trabajo de millones de personas y excreta contaminación, pobreza, exclusión, violencia y pandemias. Están tan enraizadas estas tendencias que la pandemia no sólo no las arrancará de su fuente nutricia, sino que muy probablemente se asentarán más profundamente, de la mano de la reconfiguración de los mecanismos de sometimiento y control que con mayor o menor éxito se están imponiendo durante la pandemia. 

Lo que se está reconfigurando a nivel global son las fuentes y las relaciones de poder a nivel macro, generando nuevos modelos de gobierno nacional y trasnacional. Sobre lo que Harari y Byung-Chul están llamando la atención es sobre la sofisticación de los medios para aumentar el control sobre los individuos; control que lo mismo sirve para combatir una epidemia que para determinar formas de vida, particularmente de consumo y comportamiento colectivo, tendiendo más bien al sometimiento que al ejercicio de libertades.

La realidad del mundo como una compleja estructura de relaciones de dominación, procesos económicos y paradigmas patriarcales, coloniales, racistas y clasistas -ese monstruo voraz al que de alguna u otra manera todos alimentamos- no fue creada ni porque la suma de todas o muchas mentes a lo largo de la historia se dedicó a concebirlo de esa manera, ni porque no haya suficientes meditadores enviando vibras que lo contrarresten. Las relaciones sociales y las estructuras que a lo largo de la historia se han ido consolidando obedecen a procesos complejos multicausados y retroalimentados sistémicamente. 

Ahora bien, a manera de vasos capilares o terminaciones nerviosas de un organismo, cada ser humano está ligado a ese sistema con sus prácticas contribuyendo, más o menos y de alguna manera, a su reproducción. La realidad insostenible obedece mucho más a lo que hacemos que a lo que pensamos o a la frecuencia con la que vibramos.

Sólo podrá resquebrajarse esa estructura para ser sustituida por una que sea incluyente y en armonía con todo lo que permite y constituye una vida humana buena, si hay un cambio profundo a nivel global. Viene entonces a cuenta aquello de que “el cambio empieza en uno mismo”. Es cierto, pero sólo en una dimensión de la realidad, la propia e íntima: el cambio en la circunstancia individual, no en la colectiva; lo sería si y sólo si es coincidente con el cambio de cada una y cada uno de los que conformamos la gran colectividad humana en los mismos aspectos, intenciones y propósitos, actuando de manera concertada.

Pero esto sólo podrá ser posible si se reconoce de una vez por todas que el trasfondo de certezas que sostiene el mundo es factor determinante para que todos los cambios que se han buscado hasta ahora resbalen una y otra vez a un pantano. El cambio que ha de atravesar desde lo individual hasta lo global sólo será posible si:
-        Se desmonta y se abandona el equívoco de la supremacía humana. El problema es que existen narrativas religiosas y filosóficas arraigadas muy adentro de los imaginarios colectivos que nos hacen pensar que los humanos somos excepcionales y estamos por encima del resto de los seres vivos en cuanto a relevancia y destino. Pensar que somos el culmen de todo cuanto existe nos embriaga y nos aliena del mundo al que pertenecemos.
-        Se renuncia a la soberbia de la razón que nos hace pensar que nuestras capacidades para la abstracción, el conocimiento, la solución de problemas prácticos y la invención nos dan el derecho de manipular el mundo para ajustarlo a nuestros caprichos, no a nuestras necesidades; llegando inclusive a manipular a nuestros congéneres y, cuando es posible, explotarlos, con fines egoístas.
-        Se supera la escisión entre razón y emoción, que nos lleva a renunciar a nuestra naturaleza sentipensante y deposita en la mera razón la conducción de nuestro estar en el mundo, con lo que se niega un componente fundamental de lo que nos hace ser seres humanos. Al no darle su lugar a la dimensión emocional perdemos la capacidad de relacionarnos con nuestro propio mundo interno, con los demás y con nuestro entorno de manera asertiva, confundiendo convivencia, generosidad y reciprocidad con utilización oportunista y egoísta de lo que nos rodea.
-        Se comprende, para superarlo, el error histórico de suponer que los humanos somos seres autosuficientes y autónomos que primero somos y después nos relacionamos; sin entender que lo que nos constituye es nuestro carácter gregario: somos porque estamos siendo en un entramado de vínculos con otras y otros, histórica y comunalmente, y sólo así se despliega nuestra individualidad. Vivimos bombardeados con mensajes e incentivos que nos hacen creer que podemos lograr solos el bienestar y la plenitud que buscamos.
-        Dejamos de perseguir la felicidad obsesivamente como finalidad de la vida, lo que nos hace unos hedonistas compulsivos, sin entender que la felicidad no es algo que se pueda obtener, y mucho menos comprar, aunque así nos lo quieran hacer creer, llevándonos a consumir sin reposo. La felicidad es resultado de nuestra forma de vivir, y a vivir una vida generosa, compasiva, solidaria y comprometida deberíamos concentrar nuestros esfuerzos; sólo así encontramos armonía, paz y alegría continuas. Y así, sin buscarlo, emerge de nuestro interior el ser felices.
-        Entendemos que nuestros comportamientos individuales se suman a los de millones de personas y en ese sentido sí creamos una realidad. Estamos al final de demenciales procesos de producción más allá de lo que se necesita para vivir, alimentados por la extracción minera de recursos y la explotación del trabajo de millones personas y desperdicio, a lo que contribuimos significativamente con las maneras cómo consumimos y generamos y disponemos de los desechos. Asimismo, en la forma de comportarnos con los demás, reproducimos prácticas machistas, colonialistas, clasistas y racistas, que, sumadas a las mismas prácticas de millones de personas, contribuyen de alguna manera a sostener la estructura vigente. 

No hay comportamiento individual que por sí mismo pueda contrarrestar la suma de los otros comportamientos individuales que se dan anidados en una matriz paradigmática constituida por el equívoco de la supremacía humana, la soberbia de la razón y la escisión entre ésta y la emoción, la idea de que los humanos somos seres autosuficientes y autónomos que primero somos y después nos relacionamos y la búsqueda obsesiva de la felicidad como finalidad de la vida.

Pues bien, el riesgo de contagiarnos es personal en la medida en que nos afecte, sin descartar nuestra propia muerte; pero es político en la medida en que contagiemos a otros. En estos tiempos de pandemia tenemos que esforzarnos por estar sanos mental y físicamente —eso nos vendrá bien a nosotros y a quienes nos rodean cercanamente—, pero de nuestro comportamiento depende no ser agente propagador del virus. No es una metáfora para enseñarnos cómo podemos ser mejores personas, es una muestra fehaciente de que lo que hacemos (no lo que deseamos o pensamos, aunque sin duda importante para nuestro bienestar y el de la gente cercana), está ligado con lo que pasa a nivel global.

Además, para mucha gente, la crisis económica que resulta de esta calamidad significa hambre, pérdida del empleo o quiebra de su negocio, y un futuro desolador. Muchos no pueden dejar de exponerse y exponer a los demás porque de lo contario ni los suyos ni ellos comerán ese día (difícil elección entre morir y, o ser causa de muerte por coronavirus o por hambre). Qué bueno si tu conciencia crece al cabo de mucho meditar, eso sin duda será muy bueno, pero no bastará para aliviar la crisis y a quienes más las sufren. Independientemente de lo que los gobiernos hagan al respecto, cada uno está ligado tanto a la agudización del problema como a su solución: es tiempo impostergable de empatía y solidaridad.

Nada cambiará para bien sin una acción conjunta, que además de ser la suma de comportamientos positivos individuales, sea la respuesta colectiva —comprometida, organizada, intencionada— para construir un mundo mejor. Pero sólo será posible si se derrumban los supuestos que nos mantienen tratando de cambiar haciendo siempre lo mismo, ¿no nos dijo alguien que eso es locura? Si no se da, no hay lugar para esperanza alguna, porque nadie hará por nosotros como sociedad lo que nos corresponde hacer por nosotros mismos de manera colectiva.





[1] Como nos recuerda Savater que dijo Unamuno: Savater, Fernando. La vida eterna, Editorial Ariel, Madrid, 2007 p. 12.
[3] Jorge Senior - The Washington Post. Editorial publicado el 25 de marzo de 2020