sábado, 16 de septiembre de 2017

ENTRE UTOPÍAS Y DISTOPÍAS

(Texto de la charla  dada en la inauguración de la exposición “Is This Modern Society?” del pintor muralista italiano radicado en Guadalajara Jupiterfab,  en la Galería de Arte 21st Century Art Factory, el 8 de septiembre de 2017)

La realidad actual nos acerca más a las distopías que a las utopías. Mientras que éstas describen sociedades ideales reflejando muchos de los anhelos humanos compartidos, aquellas anticipan mundos de horror. El siglo XX fue el sigo de las distopías en la litaratura, algunos autores destacan tres: Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de Gerorge Orwell y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, para muchos la “trilogía de las antiutopías del siglo XX”. 

Bradbury escribió su novela a principios de la década de los cincuenta, historia que transcurre en una sociedad en la que los libros están prohibidos porque son causa de discordia y sufrimiento, y por lo tanto hay que quemarlos todos. Ahí, los bomberos en lugar de dedicarse a sofocar incendios concentran sus esfuerzos en quemar libros por ser una amenaza a la salud social y a la paz pública (la temperatura a la que el papel se enciende y arde es a 451 grados Fahrenheit). 

Bradbury nos describe una sociedad en la que está prohibido leer ya que leer implica pensar y razonar, lo que sólo provoca infelicidad y ahí todo el mundo debe ser feliz, aunque se trate de una felicidad vacía, frívola e hipócrita. En esa sociedad no es necesario escuchar a los demás, es más eficiente aprender a leer los labios, porque unos pequeños caracoles enganchados a los oídos te proporcionan todo tipo de charla, sin necesidad de que hables, sin necesidad de que pienses. Además de la televisión, la conexión con el mundo está dada mediante esos caracolitos en los oídos, como audífonos inalámbricos. 

No deja de sorprender la intuición premonitoria de Bradbury. Hoy en día, los celulares “inteligentes” con todas sus diversas aplicaciones se han convertido en la versión moderna de esos caracolitos. La distopía bradburiana ya nos alcanzó (recordemos aquella otra distopía cinematográfica “Cuando el destino nos alcance” cuya realización contemporánea es también escalofriante). 

El historiador israelí Yuval Hoah Harari, en su magnífica historia breve de la humanidad “De animales a dioses”, explica magistralmente que, contra todo lo que nos hemos empeñado a creer a lo largo de los siglos, el desarrollo tecnológico, desde la aparición de la agricultura, lejos de hacernos la vida más fácil y más feliz, nos ha cargado cada vez más de exigencias en una espiral de búsqueda de mayor bienestar a más estrés; de satisfacción de necesidades al surgimiento de nuevas necesidades que requieren ser satisfechas y así de manera ascendente, cada vez más frenéticamente. Pensemos, si no, en el nivel de exigencia y de presión al que nos someten nuestras tarjetas de crédito. 

¿Qué clase de modernidad es esta la de nuestra sociedad contemporánea tan globalizada y homogénea? Las promesas del desarrollo, del progreso, de esa marcha hacia adelante como garantía de un mundo más feliz, se están estrellando contra el muro (¿o sería mejor decir “desbarrancándose en un abismo”?) de una sociedad plagada de personas aisladas, solas, tristes, alienadas, ajenas a lo que les rodea: otras personas, situaciones, paisajes, realidades, su comunidad, su futuro. Personas viviendo en sociedades cada vez más asustadas por la inseguridad y las amenazas ambientales y de todo tipo, al tiempo que se evaden de esa realidad en banalidades y ficciones; insatisfechas con sus gobernantes pero inermes ante su prepotencia y corrupción, sin encontrar la forma de revertir ese estado de cosas ­cuando llegan a planteárselo, pero dándole la espalda sumisa, resignadamente, para no enfrentarlo, la mayoría de las veces. 

Hasta antes de la proliferación de las distopías en la segunda mitad del siglo XX, las utopías arrastraban los imaginarios colectivos y fueron el leitmotiv de arengas de derecha e izquierda para movilizar a las masas en su marcha hacia la gloriosa plenitud que asegurarían el capitalismo o el comunismo, dependiendo de la adscripción, o incluso el nacionalsocialismo ario (en uno de los intervalos más obscuros de la historia de la humanidad que ahora asoma insistente la cabeza). 

Ya es tiempo de advertir que la certeza colectiva que ha motivado a una inmensa mayoría de las sociedades en todo el mundo a lo largo de la historia (aunque ciertamente unas más que otras) sobre un futuro promisorio en el que se verán realizadas todas las aspiraciones colectivas es una vana ilusión. ¿De dónde viene la idea de que la humanidad marcha inexorablemente, ­no sin titubeos y pesares, hacía un futuro luminoso pleno de realizaciones de libertad, ausente de carencias y garantía de felicidad distribuida democráticamente? (Yo tuve un maestro que nos decía que la pieza musical “Tannhäuser” de Wagner era la descripción de esa marcha de la humanidad en el ascenso glorioso hacia su realización plena). 

Esta idea tiene sin duda una matriz en las religiones monoteístas que se fraguaron en el desierto y que, además de la promesa de una vida más allá de la muerte, instauraron las ideas de una tierra prometida y el advenimiento de un mesías (arquetipo mítico compartido con otras muchas culturas); una promesa para hacer llevaderas las penas y tribulaciones del presente, por el consuelo de que son pasajeras. Pero después, a la llegada de la ilustración y con ella de la obsesionada exaltación de la razón humana como el portento más grande del universo (como si su intelecto fuera mérito de la misma especie humana y no un magnífico producto de la evolución), el inmenso genio de Hegel, el filósofo que más a influenciado a la modernidad con su "Fenomenología del espíritu", nos ofrece la idea del espíritu absoluto, la fuerza vital que impulsa esa marcha ascendente de la humanidad. A partir de entonces, ese futuro promisorio se vuelve necesidad histórica y de ahí abrevan las promesas del capitalismo y del comunismo como la expresión pura de ese espíritu absoluto. Ambos anclados en leyes naturales. 

De esa misma matriz abrevan las ideas de progreso y desarrollo, que después de las dos grandes guerras mundiales se convierten en argumentos que amalgaman la marcha ascendente con la promesa de la paz entre las naciones y un orden económico que erradicaría el hambre, las enfermedades y la falta de oportunidades para todos. Ya desde antes, pero es en ese momento que toma sus reales la idea de la tecnología como el súmmum de las herramientas que no solamente ponía de manifiesto la genialidad del intelecto humano sino que sería la conquista absoluta sobre la naturaleza y las limitaciones de los sentidos, las extremidades y las capacidades corporales y mentales de los seres humanos. La conclusión de la pieza que faltaba para garantizar la utopía. 

Y ahí, en esa atractiva y apetitosa cama, acabó de tenderse lo moderno. Lo moderno como síntesis de ajuste perfecto entre los avances tecnológicos y la madurez de las comunidades humanas para vivir en paz, democrática y prósperamente.[1] Y así, países desarrollados eran países modernos, y los países subdesarrollados, países atrasados cuya única redención estaba en seguir la senda de los primeros; sin darse cuenta que ambos son subsistemas de un mismo sistema, interdependientes y determinados mutuamente; y en esa carrera, los segundos, nunca alcanzarán a los primeros. Por eso, sin duda la pertinencia de la pregunta que nos convoca el día de hoy: ¿Es ésta una sociedad moderna? ¿Moderna para qué, moderna para quién? ¿Es necesariamente lo moderno algo deseable? 

Pero no todos se lo creyeron; hubo algunas mentes lúcidas que pudieron advertir que Hegel estaba equivocado y que los arengadores del capitalismo y el comunismo vendían ilusiones basadas en una falsa premisa: el futuro que viene tiene que ser siempre mejor, hay que darle una ayudadita, pero su realización es necesidad histórica, como el árbol tiene necesidad de crecer y el becerro de nacer y mamar. 

Los portavoces de la distopía intuyeron que no solamente el futuro no sería necesariamente de libertad, felicidad absoluta y plenitud, distribuidas masivamente hasta alcanzar el último rincón en el que se encontrara un ser humano, sino que nuevas cadenas, ahora asumidas más inconsciente, voluntaria y sumisamente que las anteriores, podrían envolvernos para seguir manteniéndonos en la anomia; independientemente del régimen político y económico del que se trate. 

Se equivocaron los que pensaron que Un mundo feliz o 1984 eran una advertencia, una denuncia, del comunismo o del capitalismo; se equivocaron porque no se dieron cuenta de que Huxley, Orwell y por supuesto Bradbury estaban desenmascarando a la matriz hegeliana del espíritu absoluto y estaban intuyendo el papel que tendría la tecnología en las nuevas formas de dominación que estaba tendiendo la economía del capital (y eso que no les tocó ver la ferocidad del neoliberalismo). 

Por eso, me parece que es estéril la insistencia en destacar las enormes virtudes de la tecnología del internet y de los aparatos digitales inteligentes que le están asociadas. ¿Por qué nunca se han escrito tratados sobre las bondades del martillo y el desarmador, para insistir en que es sólo cuando alguien los usa para pegarle en la cabeza al otro o clavárselo en los intestinos pierden sus virtudes como herramienta? Ya sabemos que el internet es una herramienta, y con ella los dispositivos móviles que nos conectan, y por lo tanto el juicio que nos debe merecer depende de cómo decidamos usarlo. La diferencia está en que yo no veo a la gente cargando todo el tiempo su martillo, su desarmador, su taladro o su licuadora; sus pinzas, su brocha o su machete. 

Ninguna herramienta, hasta ahora, había revolucionado tanto nuestra forma de conectarnos con nuestro mundo, y ninguna herramienta se había parecido tanto a lo que nos describen las distopías. Hoy sabemos que lo que en el pasado se consideraba sólo ciencia ficción, algo para entretener; empieza ya a ser una realidad que nos envuelve y nos determina (para muestra la serie de televisión Black Mirror). 

Al caracolito de Bradbury le faltó la pantalla, aunque el efecto de de no leer, de no pensar, de no cuestionar se parece bastante. Esa ventana al mundo, a muchos mundos, haciendo cada vez más difícil distinguir cuáles son reales y cuáles son de ficción, se ha convertido en el medio a través del cual nos conectamos con lo que nos rodea, incluso con lo que nos rodea inmediato. Ya perdió vigencia aquello de que “nada es verdad y nada es mentira, todo es del color del cristal con el que se mira”.[2] Ahora hay que decir que “nada es verdad y nada es mentira porque todo depende del mundo que nos muestra nuestra pantalla”. Vivimos permanentemente expuestos a lo que los radioescuchas estadounidenses vivieron el 30 de octubre de 1938, cuando Orson Welles logró hacer aparecer como real una ficción, mediante una transmisión de radio, y desató un pánico colectivo.[3] Nos sorprenden las fake news; pero no nos damos cuenta que nosotros las atraemos al estar prendados a nuestros aparatos, ávidos de lo nuevo que aparece frenéticamente. 

Pero sin duda, uno de los aspectos que más debe preocuparnos es el carácter adictivo que tiene esta tecnología, que es más que una tecnología, es un modo de vida que instaura la necesidad de estar viendo la pantalla, como una ventana que no podemos dejar de mirar. Adicción que anida en una necesidad de ser vistos, escuchados, reconocidos y valorados. La paradoja es que eso nos aísla cada vez más, alimentando nuestra necesidad de contacto, de cariño y de reconocimiento, de saber que somos importantes para los otros. Se parece tanto a lo que Harari nos advierte sobre la forma en que la búsqueda de confort nos ata y nos somete a menos bienestar. El intento de llenar huecos internos nos provoca cada vez más vacío interior. 

Paradójicamente, estas herramientas de comunicación siempre más fáciles y más rápidas inhiben el contacto interpersonal cotidiano. En esta nuestra sociedad moderna menos personas se comunican cara a cara o usan el teléfono para llamar; casi todo se desarrolla detrás de una pantalla y se evita inconscientemente el contacto humano. Cada vez es más común ver personas juntas, inclusive niños, conectadas cada una a su dispositivo móvil y, cuando llegan a interactuar, la conversación se ve constantemente interrumpida por un video, una notificación, un like, un Gif o un mensaje. 

Nadie puede negar que el internet no es bueno ni malo en sí mismo, incluso los aparatos no lo son (aunque no hay que perder de de vista la relación que hay entre éstos y la demanda de metales, la minería y la destrucción del medio ambiente y la amenaza a los territorios de comunidades, y las terribles condiciones laborales de las personas que fabrican estos aparatos en muchas partes); por eso el llamado a que asumamos una actitud más responsable ante el internet y los teléfonos y aparatos “inteligentes”. 

Si no queremos que esta tecnología nos someta, debemos relacionarnos con ella como lo que es, una herramienta, y asumir consciente e intencionadamente cómo queremos utilizarla; y eso parte de respondernos cómo queremos vivir la vida, cómo queremos relacionarnos con los demás y con nuestro mundo, y cómo asumimos esa decisión. Qué mudo estamos construyendo si estamos cada vez más aislados absortos en lo que nos muestra nuestro celular, si vamos paulatinamente perdiendo la capacidad de discernir entre lo que es real y lo que no lo es; si buscamos frenéticamente, como la madrastra de Blanca Nieves en el espejo, la autoafirmación que requiere nuestra autoestima. Qué clase de miembros de nuestra comunidad queremos ser, que clase de ciudadanos, comprometidos con qué. 

Hace tiempo, quise contribuir a este proceso de asunción consciente de nuestra relación con los aparatos de comunicación, y escribí y circulé algo que llamé “Acuerdo de civilidad en favor de la convivencia y la comunicación cara a cara”; pero no tuvo mucho eco (https://vislumbrandofuturos.blogspot.mx/2015/10/acuerdode-civilidad-en-favor-de-la.html). 

El artista Italiano Júpiterfab plasma, con una sencillez que parecería ingenua pero que termina siendo de una crudeza despiadada, a una sociedad abstraída en sus dispositivos móviles, mirando el mundo, a los demás y a ellos mismos de manera obsesiva y enajenada a través de esas minúsculas ventanas electrónicas. Esta exposición nos estalla en la cara imágenes del abuso de la telefonía móvil y de la tecnología en nuestra vida “moderna” con daños irreversibles a la convivencia social. Muestra la mancuerna entre el internet y los dispositivos electrónicos modelando una vida online para quienes la pueden comprar (amor, juegos, compra-venta, comunicación…), y como los precios son tan accesibles, pocos quedan excluidos de su “magia”. 

La maestría de Fab nos ofrece una experiencia estética fascinante e inquietante, sus imágenes son de un virtuosismo y una sensibilidad estremecedores al tiempo que sacuden, cuestionan, confrontan, exigen una posición, una respuesta. No podrás salir de esta exposición sin cuestionarte sobre tu relación con tu dispositivo móvil y conectarte con la nostalgia por la relación interpersonal cara a cara, palabra a palabra, caricia a caricia, para mantenernos vivos y capaces de construir juntos el mundo que habitamos. 

¿Es esta la modernidad que queremos para nuestra sociedad? 

Muchas gracias



[1] Hablando en sentido coloquial. Siendo esta una charla informal, me sustraigo de la discusión académica sobre la modernidad.
[2] Del escritor y pensador español Ramón de Campoamor y Campoosorio (1817-1901)
[3] Una invasión de marcianos.

sábado, 21 de enero de 2017

LOS MUROS DE TRUMP



Rafael González Franco de la Peza
 (Charla en la inauguración de la exposición de pintura “México saluda a Trump” el 20 de enero de 2017)

De por si las fronteras son el triunfo de la necedad del impulso que anima a los más mezquinos entre los mezquinos.

De por si las fronteras imponen divisiones artificiales a ecosistemas y a naciones, dividen a  pueblos y familias, cortan el libre flujo de animales y ríos; pero sobre todo, impiden el libre trashumar de los humanos, y todos somos caminantes.

De por si las fronteras sirven para mantener al otro diferente apartado y apestado,  excluido  y confinado extramuros para no vernos perturbados por su función de espejo de lo que más odiamos de nosotros mismos.

De por sí las fronteras son ciegas, sordas, insensibles a lo que sucede allende la línea.

Y encima, como si no fuera suficiente el  dolor, la aflicción y la angustia que siembran y exacerban las fronteras, se levantan muros, muros reales y muros simbólicos, erigidos para consumar lo que las fronteras dejan inconcluso: la ignominia de la segregación absoluta, la siembra de las desconfianzas, de las discordias, de las exclusiones y de los odios.

El “no pasarás”, tú, el diferente a nosotros los puros, los superiores, los bendecidos, los elegidos; a ti, que tanto desprecio porque me conectas con lo que más deprecio de mi mismo.

La frontera y el muro no son nuevos; ya hace mucho que la línea es barrera infranqueable para el flujo de lo que nos hace humanos (libre tránsito,  encuentro entre hermanos, comercio justo, solidaridad y cooperación), y hace mucho que la frontera norte es membrana permeable a lo que más destruye (tráfico de armas, drogas y, sobre todo, personas obligadas a hacerle de burreros o expuestas al odio homicida de francotiradores improvisados, a morir ahogados en el río, ser víctimas de trata o que se vuelva vano todo el esfuerzo, todo el dinero ahorrado y todo el sufrimiento para poder pasar del otro lado, al ser bruscamente regresados a éste y frustrar el sueño americano).  

Ya hace tiempo que hay, a lo largo de la frontera, tramos considerables de ominosos altos muros (casi una tercera parte de toda la línea); ya hace mucho que aventurarse a cruzar es jugarse la vida caminando por un desierto hostil y en muchos casos letal, o ser atrapado con droga y ser castigado sin clemencia como si se fuera el dueño del negocio; ya hace mucho que el gobierno del país vecino expulsa millones de gente sin papeles, ya hace mucho que el trabajo indocumentado es mal pagado, abusado y maltratado. Ya hace mucho que la frontera y el muro que ya está ahí sacralizan el cruce legal para que los patrones de allá contraten mano de barata, pero que es esperanza de una vida mejor para la familia, en carácter de remesas. Conozco gente que vive, hace mucho,  en la angustia permanente por ser deportados, no de ahora, sino de años.

Sin embargo, cuando se pensaba que la cosa no podría estar peor, en un mentís cruel a los optimismos, los astros se alinearon para conspirar no a favor de buenos deseos sino a favor de la infamia estadounidense; esa que por robarse todo, hasta el nombre de “América” y “americano” se apropiaron. 

Mucho se dijo durante su campaña, que más preocupante que Trump fuera candidato o que incluso llegará a presidente, era lo que hacía posible que lo fuera; que hubiera tanta gente entusiasmada por su discurso, actitudes y desplantes. Yo todavía no se que sea más grave, que el tipo sea presidente o que bajo su peculiar modelo democrático (para mi más bien una hipócrita plutocracia)  haya sido elegido por tantos ciudadanos que encontraron en Trump la realización de sus anhelos, que se hayan sentido identificados con su discurso y esperanzados con sus promesas.

Más alarmante que el mismo Trump, sus bravuconadas y sus ya contundentes medidas anti mexicanas; es que haya recibido, primero, el apoyo de tantos miembros de su partido y, después, el voto que lo llevó a la presidencia.  Esto nos habla de que Trump le puso palabras y plasmó en acciones lo que muchos estadounidenses (que no americanos, porque éstos los habemos desde Alaska hasta la Patagonia) piensan y desean; que el discurso de Trump hizo eco de un clamor casi en sordina hace apenas pocos meses, inspirado por los más ruines sentimientos supremacistas, racistas, xenófobos, sexistas, misóginos. Es aterrador que un discurso que hace apología de tan ruines sentipensares haya recibido tan buena acogida por tantísima gente. Porque el triunfo de Trump es el triunfo de quienes, desde su supremacismo racista se sintieron agraviados por la llegada a la casa blanca de un negro, descendiente de esclavos. Los estadounidenses amamantados por el Kukuxklán no toleraron que Obama ganara y ahora están viendo su hora.  Van con todo por la revancha.

¿Cómo es posible que un discurso de esta naturaleza tenga tanta resonancia en una sociedad multicultural como la estadunidense? El triunfo de Trump muestra que un sector de la sociedad estadounidense no blanca, anglosajona y protestante (WASP por sus siglas en inglés) comparte los sentimientos antimexicanos, anti musulmanes, anti extranjero.   Hegel enseñó, en la dialéctica del amo y del esclavo, que éste acaba mimetizándose con aquel y por eso el mejor capataz de un esclavo es otro esclavo; lo que no saben los no WASP que comparten el discurso de odio de Trump, es que esos mismos WASP a los que quieren parecerse, los desprecian y  también los odian.

En este contexto, independientemente de si el proyecto del muro se concreta, otros muros, quizá más terribles e ignominiosos han sido ya levantados. No es uno, son muchos muros los que ya se han levantado, muros simbólicos pero no por eso menos efectivos en su capacidad de daño.

Claro que Estados Unidos puede construir un muro de su lado, hay que insistir, ya lo ha hecho en casi una tercera parte de toda la línea, el muro ya existe;  pero un presidente Mexicano valiente y con dignidad debería haber manifestado su rechazo tan sólo a la mera idea de continuarlo. Ese día en Los Pinos, Trump mostró que su muro ya estaba construyéndose.

Insisto, independientemente de si el proyecto del muro se concreta, otros muros, sin duda peores han sido ya levantados. Muros simbólicos pero reales, eficaces; contundentes en su potencial destructivo.

Trump prometió un muro y su triunfó lo edificó, cuando al decir “haremos América grande otra vez” (ojo, se refiere a su país, Estados Unidos de América y no a un maravilloso continente al que pertenecemos) está reivindicando desde el exterminio de los pueblos originarios de ese país, el “América para los americanos” de la doctrina Monroe, el despojo de la mitad del territorio mexicano, el respaldo a Huerta para que asesinara a Madero, la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, el respaldo al golpe contra Arbenz en Guatemala, la guerra de Vietnam, el respaldo a Pinochet y a los militares golpistas dictadores en América del Sur, el embargo a Cuba, las invasiones a tantos países latinoamericanos y del Caribe, el apoyo a la contra Nicaragüense y el boicoteo al proyecto de la esperanzadora revolución Sandinista; en fin,  Trump prometió un muro y su triunfó lo edificó, cuando está reivindicando la parte más obscura y dañina del imperialismo Yanqui, que aunque en tiempos de neoliberalismo salvaje y TLC se quiera ocultar y negar, existe, vaya que existe. Y con ello, la justificación de nuevas tropelías de diversa calaña.

Trump prometió un muro y con su triunfó se edificó, cuando negó el cambio climático y propuso al presidente de Exxonmobil, una de las principales empresas responsables de tan letal fenómeno planetario, como Secretario de Estado; un muro simbólico que encumbra a los cínicos y le da poder a los detractores de los acuerdos a los que con tanta dificultad ha llegado la comunidad internacional, comprometiendo los esfuerzos para lograr una efectiva reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y con ello el abatimiento del calentamiento global.  De por si Estados Unidos no firmó el Protocolo de Kyoto sino hasta 2015. Los grupos de poder en contra de combatir el cambo climático han sido muy poderosos en ese país, desde antes sin Trump, ahora con Trump vuelven a tomar fuerza, quizá todavía más fuerza que antes, en un momento en que la eficacia con la que pueden sabotear los acuerdos de París tendría consecuencias fatales para toda la humanidad.

Trump prometió un muro y con su triunfó se edificó, cuando llamó delincuentes, narcotraficantes y violadores a todos los mexicanos y terroristas a todos los musulmanes; un muro simbólico que está legitimando la violencia contra ellos; un muro simbólico que está envalentonando de nuevo a los Kukuxklanes, empoderando a cada estadounidense que  se siente respaldado y protegido cuando insulta, golpea o maltrata a esos, para él, despreciables porque así los ha decretado el hoy presidente.

Trump prometió un muro y con su triunfo se edificó, cuando amenazó a las empresas de capital estadounidense no solo para que no inviertan en nuestro país sino para que dejen de manufacturan aquí (las armadoras de coches por ejemplo). La cancelación de la inversión de Ford en San Luis Potosí no es menor tratándose de un país tan lamentablemente dependiente, junto con la exportación de petróleo crudo, de la inversión extrajera. Las consecuencias en la maltrecha economía y el empleo de este país resentirá y mucho esta tropelía. Por cierto, para quienes pensaban que las bravuconadas de Trump serían tan sólo eso, bravuconadas; para quienes pensaban que no pasaría del alarde blofero del chico malo del barrio, la cancelación de la planta de Ford en SLP es muestra de que el tipo no sólo está loco sino que va en serio.

Trump prometió un muro y con su triunfo se edificó, al usar una narrativa que embona perfectamente con las ideas y aspiraciones de grupos fascistas que están creciendo aceleradamente en número, fuerza e influencia en toda Europa; que coincide con discursos antiinmigrantes, con llamados a purezas étnicas y nacionalismos xenófobos y racistas. Las fuerzas más obscuras de la reacción antidemocrática, justificadora de la violencia y el exterminio del otro diferente, tienen ahora en Trump un campeón, un líder con todo el poder del presidente de Estados Unidos. Un líder movido por prejuicios, rencores y deseos de venganza; irracional, intolerante y déspota. Un líder que ya antes de ser presidente ha sabido dejar ver su capacidad para hacer temblar a las economías más robustas del planeta.

Por eso nos dejó, primero estupefactos, y después indignados y rabiosos, la tímida, casi inaudible, declaración de Enrique Peña Nieto diciendo que no se pagará el muro cuando debió decirse que no se permitirá su construcción. Esa declaración de nuestro presidente sonó a claudicación, a un acto deshonroso de aceptación de la afrenta. El timorato y como susurrado “México no pagará el muro” de Peña Nieto hizo patente la aceptación resignada del acto prepotente del vecino abusivo; la respuesta sumisa del lacayo.

La de Trump ha sido una estrategia para cohesionar en torno suyo a millones de seguidores inventando enemigos, México y los mexicanos; los musulmanes, el esquema comercial vigente, las empresas con capitales y producción fuera de los Estados Unidos; enemigos que responden a los miedos de millones de estadounidenses con formas de ver al mundo más o menos como la de Homero Simpson. 

Además, no olvidemos que el odio de Trump hacia México y los mexicanos sí es algo personal, desde mucho antes de ser candidato, Trump ya tenía a México y a los mexicanos en la mira por los  fallos en su contra en los litigios que tuvo por sus fallidos negocios inmobiliarios en nuestro país. Trump hacia México se comporta como un animal herido; no reparará hasta ver saciada su sed de venganza; pero lo hace teniendo nada más ni nada menos que el poder del presidente de Estados Unidos.

El verdadero muro de Trump es que en todas partes todo el mundo está muerto de miedo, desde los chinos, pasando por los europeos (la misma Merkel) hasta mostros; es el muro de miedo que se levanta globalmente. De por sí la economía global, pautada por un neoliberalismo rabioso está sostenida por alfileres y nos trae desde hace años de susto en susto.

Así las cosas, aunque Obama haya deportado a más indocumentados que nunca, el muro levantado ya por el triunfo de Trump no detendrá a los millones de personas de todo el mundo, entre los cuales sin duda seguirá habiendo una gran cantidad de mexicanos desesperados por mejorar la vida de los suyos, pero sí justificará salarios más bajos, mayores maltratos y peores condiciones de trabajo.

Por supuesto que existe una alta probabilidad de deportaciones masivas, en niveles mucho mayores a los que ya existen y eso le meterá mayor presión a la economía mexicana y agudizará el, de por sí, ya un drama humanitario, que millones de centroamericanos y de otras muchas naciones viven un viacrucis al cruzar el territorio mexicano.

El muro simbólico que ya ha levantado Trump, independientemente de la ampliación del muro real, es el catalizador, la levadura, que está haciendo y seguramente hará con graves consecuencias,  que se agudicen los aspectos negativos de nuestra vecindad, seguirá dando golpes a la de por si vapuleada economía nacional; afectará las exportaciones mexicanas a aquel país, las inversiones de aquel país al nuestro, hará mucho más difícil la situación de los indocumentados, volverá más costoso y riesgoso el cruce de la frontera, el tránsito por el desierto.

 El muro simbólico que ha levantado Trump, fortalecerá a los capos del narcotráfico, al crimen organizado que cruza a los indocumentada y los obligan a meter la droga (si, los antiguos polleros eran hermanas de la caridad comparados con los dueños actuales del negocio de cruzar indocumentados), a las mafias de trata de personas, a los brókeres de armas; fortalecerá a la parte más ruin de quienes medran con el dolor ajeno.

No nos engañemos, México nunca ha sido considerado como un amigo por los gobiernos y los grandes intereses económicos de los Estados Unidos, siempre han buscado sacar ventaja de los recursos naturales y la mano de obra barata, aquí o allá, de los mexicanos, aprovechando la cobardía, la postración   y el oportunismo de nuestros gobernantes, (recordemos que el “comes y te vas” de Fox a Fidel Castro fue para complacer al presidente Bush, por poner solamente un muy marginal y anecdótico ejemplo).

El que la democracia de los EUA sea en realidad una plutocracia, envalentona también a los grandes poderes fácticos de México, es el triunfo de los grandes ladrones de cuello blanco gobernando a nuestro país por interpósita persona ansiosa de sumarse a la caterva de accionistas. Y por eso no tenemos un gobierno con la determinación y la valentía para plantearse ante Trumpo de manera decidida, digna y firme.

Tiempos aciagos se barruntan, en mucho a causa de la fechorías de Trump, pero ya hace rato que nos gobiernan unos vivales y de eso Trump no es culpable, que acá también tenemos ya hace mucho una plutocracia. Mucho en las traídas y llevadas reformas estructurales no es sino la creación de condiciones para asegurarle mejores condiciones de negocio a quienes llevaron a Peña Nieto al poder.  Pero no dejemos de lado que todavía hay una sociedad que lo soporta y que solamente se queja, se manifiesta, exige la renuncia de los gobernantes; pero poco hace para comprometerse en cambios efectivos que la saque de privilegios y zonas de confort.

La única faceta positiva del muro es que mucha gente está tomando conciencia del drama que para muchos significa la barrera levantada desde hace muchos años, el muro que hace que miles de mueran o simplemente desparezcan sin que sus familias vuelvan a saber de ellos, el drama de los que cruzan el país en la bestia. Ojalá nadie tuviera que verse obligado a tratar de llegar al otro lado, porque de éste encuentra lo que su familia necesita.

Afortunadamente esta noche estos veinte artistas están reivindicando la dignidad nacional ante la afrenta que la belicosidad desmedida de Trump le está endilgando a México. 

Esta noche y de aquí en adelante, el arte despliega sus alas para volar más alto que el más alto de los muros. Debemos felicitarnos por eso.

Muchas gracias.