ANDROCENTRISMO, ANTROPOCENO Y CRISIS CIVILIZATORIA
Dr. Rafael González Franco de la
Peza
2022
En el siglo XXI la sociedad humana
transita por una crisis civilizatoria que está poniendo en riesgo la viabilidad
de nuestra especie en el largo plazo y comprometiendo la posibilidad de que las
futuras generaciones cuenten con las condiciones mínimas necesarias para el
buen vivir, aspiración legítima contraria a la opulencia y a las desiguales
propias de esta crisis.
Algunos autores como Víctor Manuel
Toledo y Enrique Leff, entre otros, caracterizan el presente como una crisis
civilizatoria que ha producido la enorme paradoja entre la generalización de
los ideales de la Ilustración y la apuesta a las contribuciones de la ciencia y
la tecnología —la suma de la posibilidad del llamado progreso humano— como el
culmen civilizatorio anhelado, y un momento en donde las condiciones para
sostener la vida humana se encuentran en un estado crítico de fragilidad y
vulnerabilidad. Es una crisis civilizatoria porque la pretendida batalla contra
la barbarie, y por la democracia y el bienestar material, se está topando con
niveles de desigualdad y deterioro imaginadas sólo por las ficciones distópicas[1] del
siglo xx.
La gran paradoja del presente humano
es que frente al avance en la ciencia y la
tecnología, los
conocimientos y referentes existenciales de la condición humana, el
reconocimiento de los derechos humanos, la democracia como el menos malo de los
sistemas políticos y las instituciones nacionales y multinacionales para un
buen vivir, podemos constatar violencia generalizada, sobre todo contra las
mujeres, migrantes y pueblos originarios; que la pobreza y las enormes
desigualdades no retroceden, las migraciones forzadas, las violaciones a los
derechos humanos por doquier, el deterioro ambiental que compromete la vialidad
de las bases que sostienen la vida, la crisis de soledad y el vacío existencial
y la falta de sentido con los que mucha gente vive.
Esta crisis civilizatoria es la
característica más relevante del Antropoceno, era geológica caracterizada por
la impronta humana en el planeta Tierra, en la que el Patriarcado como el “sistema de
dominio institucionalizado, que mantiene la subordinación e invisibilización de
las mujeres y todo aquello considerado como ‘femenino’, con respecto a los
varones y lo ‘masculino’, creando así una situación de desigualdad estructural”[2] ha encontrado un medio idóneo para
reproducirse e imponerse. El patriarcado, a su vez, descansa en la matriz
androcéntrica, anida en su seno.
Androcentrismo
El androcentrismo, cosmovisión que
afirma la supremacía masculina, naturaliza, justifica y legitima que todo
orbite en torno a los hombres: los imaginarios, los símbolos y las prácticas —y
su institucionalización—. Hace aparecer como natural —es decir niega su
carácter cultural e histórico— la supeditación de lo femenino a lo masculino en
todos los órdenes (jurídico, religioso, institucional, del lenguaje, la
sexualidad, la moral y la división social del trabajo) en la justificación y
legitimización de las relaciones de dominación que someten a las mujeres a la
hegemonía masculina.
El androcentrismo es uno de los
pocos paradigmas ancestrales que ha resistido al paso del tiempo; es el
imaginario central del patriarcado, estando en la base de todas las narrativas
que, al naturalizarlo, lo hacen aparecer como eterno e inmutable. Afirma que lo
masculino siempre será mejor, más perfecto y deseable que lo femenino e,
inclusive, que lo femenino es ausencia de atributos positivos masculinos. El
androcentrismo ancla tal naturalización y justificación en supuestas
diferencias “innatas” en las que los atributos de lo masculino tienen “mayor
peso”. El androcentrismo
se sustenta en narrativas y prácticas que refuerzan tales diferencias
artificiales entre hombres y mujeres, atribuyéndoles características distintas,
en muchos casos opuestas, y roles bien diferenciados; que no tienen que ver con
las diferencias anatómicas y fisiológicas que sí existen. Esta diferenciación
está cargada de prejuicios y suponen siempre una ventaja de los hombres frente
a las mujeres.
A partir de ahí, el androcentrismo
instaura diferencias de derechos, posibilidades, oportunidades y ámbitos de
realización entre hombres y mujeres, con desventaja para ellas, creando
condiciones de todo tipo para que sean sometidas, discriminadas, excluidas,
marginadas y violentadas. Otorga privilegios a los hombres y nos hace sentir y
pensarnos superiores y con autoridad hacia
las mujeres, a la vez que nos hace dependientes y exigentes del cuidado femenino.
En esta matriz androcéntrica rige el
estereotipo por el que todos los hombres deberíamos emular al macho alfa
espalda plateada de ciertas especies de mamíferos. Con los atributos de fuerza,
capacidad de control y dominio, y poder disponer del mayor número de hembras
posible —para lo cual hay que ser sexualmente potentes—, mantener alejadas las
amenazas a nuestro territorio y responder agresivamente ante cualquier amenaza.
A ello se suma la restricción emocional y el ocultamiento de señales de
debilidad y vulnerabilidad. Lo masculino se construye así desde el rechazo a
todo aquello que se presenta como femenino, pero, a la vez, viendo a la mujer
como un objeto a ser poseído y su cuerpo como una fortaleza que hay que
conquistar como un derecho.
Cazador y
guerrero, protector y proveedor que no puede darse el lujo de sentir, de ser
empático, tierno y mostrarse con miedo o vulnerable. Virtudes que no son
convenientes para poder matar a la presa o someter al enemigo. Demasiado
ocupado en los asuntos públicos y en proveer como para hacerse cargo de los
cuidados y de los vínculos afectivos: “eso es cosa de mujeres” o de eunucos,
según esta narrativa. Su papel está en mantener alejadas las “amenazas reales”,
no los miedos y angustias que produce la mente; y cuando se trata de su propia
mente, basta con acallarla, negarla, someterla, como somete al mundo que le ha
sido “encomendado”; y así va por la vida negándose la tristeza, la frustración
y la soledad, pero dejándose llevar por el enojo y, con frecuencia, canalizando
la ira en actos violentos.
La nuestra es una
civilización antropocéntrica, contraria a una biocéntrica; en otras palabras,
resulta de tener a los seres humanos como centro y referencia de todo cuanto
existe y del devenir de la historia, por lo que el resto de seres vivos y, en
general, el universo que pueda estar a su alcance está a su entera disposición.
Pero, para ser más precisos, se trata de un antropocentrismo androcéntrico. En
esta lógica, no somos los seres humanos los que estamos por encima de todo,
somos los hombres los que lo estamos. Las mujeres pertenecen al orden de lo
supeditado a los hombres, dada la idea de la supremacía masculina.
Es necesario
considerar que el Hombre —con mayúscula para resaltar que nos referimos al
concepto de hombre, no a los hombres en particular, aunque el esencialismo los
identifica como una y la misma cosa— encumbrado en la matriz androcéntrica, es
el hombre de la modernidad. El hombre del “pienso, luego existo” cartesiano.
Heredero de la falsa idea de que los seres humanos somos autónomos y
autosuficientes, que primero somos y luego nos relacionamos (lo que niega el
carácter intrínsecamente gregario de nuestra especie, que lo humano fue posible
en y por los vínculos que pudimos establecer desde la cooperación para
sobrevivir —como predadores débiles, cooperábamos o moríamos— hasta los lazos
afectivos para ser viables en los primeros años de vida). Y en ello, la
exaltación de la razón en contraposición a la emoción, que es vivida como su
opuesto y una amenaza; atributo exclusivo de lo femenino según esta narrativa.
Se afirma que en
la razón y por la razón, el Hombre es dueño del logos, no solamente de la palabra sino de todo lo que la palabra
posibilita. El ciudadano de las polis, habilitado por la palabra para
deliberar y decidir sobre los asuntos públicos; quien tiene acceso a la
sabiduría, a la verdad y a lo que es justo, dimensiones que, según esta versión
del mundo, le es ajena a las mujeres. El
Hombre de la matriz androcéntrica es entonces autonomía, autosuficiencia,
heterosexualidad y pura razón; dueño de la palabra y custodio del orden del
universo. Centrado en sí mismo, referente único de sí, encerrado y protegido
por una coraza de eficiencia absoluta; señor de todo cuanto existe, lo que está
puesto a su disposición para ser sometido y apropiárselo para sus necesidades y
caprichos. A esta conformación del estereotipo hegemónico de masculinidad le es
inherente la violencia machista.
Antropoceno
Este Hombre es el artífice del Antropoceno
una nueva
era geológica que se caracteriza por el incremento en el potente y lesivo
accionar de la especie humana sobre el planeta, en especial a partir de los
últimos dos siglos […] accionar sobre la litosfera, la biósfera, la hidrósfera
y la atmosfera, es decir sobre el planeta en su conjunto, catalizando el
aceleramiento del cambio climático de origen natural, con efectos futuros
inciertos y con consecuencias adversas para muchas especies, en diversas
dimensiones, incluida la humana.[3]
El Antropoceno es el resultado de
las innovaciones tecnológicas del siglo xviii
y xix y su consecuente aplicación
a un acelerado aprovechamiento de los recursos naturales del planeta bajo un
“modelo minero de extracción”[4] de
la mano de la quema de combustibles fósiles. Desde hace dos siglos, pero sobre
todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, se efectúan profundas
transformaciones sobre los elementos geofísicos y biológicos del planeta. El
potencial de intervención intensiva sobre casi todos los elementos naturales
del mundo ha llegado a niveles que rebasan en mucho su capacidad de regeneración.
Como nunca, el crecimiento económico
desigual y depredador ha abierto una brecha gigantesca de desigualdad a escala
global y dentro de cada país, acompañada de la generación de residuos
contaminantes derivados de procesos industriales en una espiral de agotamiento,
degradación y destrucción de gran parte de los elementos naturales (agua,
suelo, cobertura vegetal, recursos genéticos y fauna), aportando de manera
significativa al incremento de la temperatura media global y a la pérdida de la
biodiversidad, así como a la alteración del agua oceánica y continental. Las
versiones actuales de la pobreza, las pandemias, las hambrunas, la violencia,
los conflictos territoriales, las migraciones y hasta desastres por el aumento
en intensidad y frecuencia de los fenómenos naturales, forman parte del
Antropoceno.
En el Antropoceno la humanidad está causando la sexta extinción
masiva de especies en la historia del planeta. Es una catástrofe invisible para
la mayoría de la gente. No hay suficiente conciencia del inmenso riesgo que
esto significa —de la
mano del cambio climático— para las posibilidades de la vida futura de la humanidad, además de que
incrementa la probabilidad de nuestra propia extinción.
Explotamos
ecosistemas forestales a tasas superiores al crecimiento de su constituyente
arbóreo, capturamos muchos más peces y organismos marinos de los que nacen año
con año y contaminamos su hábitat de manera creciente, incorporamos
agroquímicos a los suelos para aumentar su productividad causando su agotamiento,
así como vertemos a la atmósfera mucho más dióxido de carbono (co2) que la
fotosíntesis planetaria (terrestre y marina) es capaz de absorber.
Como conglomerado, desde
la década de los setenta la humanidad consume, aunque en enormes desigualdades,
más de lo que el planeta puede ofrecer. Para poder abastecer las necesidades de
todos los habitantes del mundo, durante un año, se necesitaría tener 1.75
planetas, esto quiere decir que se consume 75% más de los recursos naturales
que la Tierra puede ofrecer. De seguir con esta tendencia, para 2050 la cifra
aumentará a 2.5 planetas; pero si todos consumiéramos como la población de
Australia, se necesitarían de 5.4 planetas para abastecer nuestras necesidades.
Si fuera como Estados Unidos, se necesitan 4.8 planetas, como Corea del Sur y
Rusia se requieren de 3.3 planetas, y como India es todo lo contrario, solo se
consume lo equivalente a 0.7 planetas.[5]
Esta
circunstancia implica que la extracción de recursos y la degradación de los
ecosistemas que genera todo tipo de contaminantes están rebasando su capacidad
de carga y de regeneración. Es decir, al planeta se le extrae cada año más de
lo que es capaz de proporcionar, creando un déficit cada vez mayor en el
potencial de servicios ecosistémicos que hacen viable la vida humana. Es
inexorable el avance en la
reducción del número de días en los que la humanidad rebasa las capacidades de
renovación anuales de los ecosistemas para producir biomasa y los servicios
ambientales indispensables para la vida: alimentos, agua, energía y todo tipo
de materiales que sustentan las economías. En 2018 el día calculado fue el 1º
de agosto, en 2022 fue el 28 de julio, si se siguiera a este ritmo sin revertir
las tendencias actuales, la capacidad del planeta para sostener la vida humana
colapsará en aproximadamente 180 años.
Las
consecuencias y efectos adversos de estos patrones de consumo, insustentables,
se observan ya muy claramente a escala global. Deforestación, disminución de la
biodiversidad, estrés hídrico para consumo humano y caudales ecológicos,
erosión y pérdida de suelos fértiles, inmensa acumulación de desechos (residuos
sólidos y aguas usadas) e incremento sostenido de la concentración de co2 en la atmósfera.
Ello nos sitúa ante la irrefutable
inviabilidad del modelo del mal llamado desarrollo adoptado a escala
planetaria. Los niveles de consumo actuales, detrás de los cuales está una
lógica económica voraz que no repara en lo pernicioso de una extracción minera
desenfrenada de todo tipo de recursos y una colonización abusiva de los
ecosistemas naturales —de la mano de la fallida idea de un crecimiento
económico ilimitado—, provocará el colapso de la economía, llevándose consigo
la viabilidad de la vida humana en el planeta.
Crisis civilizatoria
La crisis ecológica es
una crisis de civilización ya que, subyaciendo a las diferencias entre los
sistemas sociales, se encuentra un conjunto de similitudes megaestructurales en
la red de las sociedades industriales contemporáneas, una suerte de “modelo
supremo” como inercia global —compartido por el capitalismo y el socialismo realmente
existente—. Y es en esta matriz civilizatoria
cada vez más expandida en donde deben buscarse las causas que han desatado el
conjunto de factores que hoy amenazan la supervivencia de la especie. Por eso,
contra lo que suele pensarse, la crisis ecológica del planeta no logrará
resolverse mediante nuevas tecnologías, audaces acuerdos internacionales o aún,
un reajuste en los patrones de producción y consumo. La nueva crisis global
penetra y sacude todos y cada uno de los fundamentos sobre los que se asienta
la actual civilización y exige una reconfiguración radical del modelo
civilizatorio.[6]
Es difícil asimilar este arco en uno
de cuyos extremos están los grandes capitales financieros alimentando procesos
de producción destinados a un consumo que ellos mismos promueven
enfebrecidamente y, en el otro extremo, millones de personas que han hecho suyo
el mandato de consumir, confundiéndolo con sus propios deseos en un afán
inconsciente por llenar vacíos afectivos, existenciales y espirituales propios
de estados de desolación y soledad producidos por esa misma lógica consumista.
Pero, además, la crisis
civilizatoria tiene otra dimensión, la del conocimiento y la intervención en el
mundo, es decir, de la ciencia y la técnica. El reconocimiento de los límites
del planeta nos impone nuevas exigencias en la manera de comprender el mundo:
no podemos pensar a la sociedad como algo separado de la naturaleza, ni aceptar
las pretensiones de la economía de hacer caso omiso de las dimensiones
necesaria e inevitablemente materiales de la producción y entender que hay
límites a la producción porque los recursos son finitos. Como afirma Enrique
Leff, se trata de una crisis de conocimiento, dado un patrón a través del cual
“la humanidad ha construido el mundo y lo ha destruido por su pretensión de
universalidad, generalidad y totalidad; por su objetivación y cosificación del
mundo.”[7]
Pero algo en lo que se repara poco
es que el Antropoceno es resultado del antropocentrismo, la falsa idea
milenaria de que el humano es dueño de todo cuanto existe para su control y
disfrute o, en su versión moderna, el culmen de la evolución, pero que, como
vimos antes, se trata de una modelación del mundo conforme al estereotipo de
masculinidad hegemónico, eminentemente androcentrista. Diversas autoras, como
Franꞔoice d’Eaubonne y Alicia Puleo, han mostrado cómo el androcentrismo está
también en la base de la vejación que la civilización masculina hace de la
naturaleza, ya que ésta es expresión de lo femenino (energía fértil, dadora de
vida, nodriza); de ella recibimos, como de una madre, nutrientes, abrazo que
arrulla, contención de ansiedades y consuelo. La violencia masculina se
despliega hasta abarcar prácticamente todas las dimensiones humanas, se vuelca
contra todo y contra todas y todos, es una medusa que se ensaña y se reproduce
sin pausa. El Antropoceno es no es sólo la huella de la presencia humana en la
Tierra, es más bien la impronta de la violencia masculina justificada,
legitimada y estimulada, hasta premiada, en el seno de la matriz
androcéntrica.
El vaso comunicante entre antropocentrismo
y androcentrismo está en la exaltación de la razón, que según esta narrativa es
la única capaz de tener acceso al mundo de las ideas y ser fuente de la
palabra, como algo exclusivo de los varones, y de ahí el deprecio por el
cuerpo, porque el cuerpo siente, no piensa, es, según esto, la expresión del
mundo del pecado y con ello de la mujer que arrojó al hombre a la perdición por
su sensualidad y sexualidad.[8]
Según esta narrativa, los hombres somos superiores porque tenemos la razón,
tenemos la palabra y con ello la capacidad de codificar y decodificar el mundo
para transformarlo, para someterlo, como al cuerpo y a la mujer. Haciendo
referencia a personajes de la literatura universal, somos Robinson Crusoe
sobreviviendo con absoluta autosuficiencia en una isla solitaria hasta
construirse un mundo confortable y seguro. Somos un Ismael Ahab persiguiendo a
Moby Dick para someterlo y, junto con el cachalote, controlando, sometiendo y
explotando a la naturaleza toda.
Esta crisis civilizatoria está tratando
de ser descifrada y combatida desde distintos frentes, desde donde,
fragmentados, resultan insuficientes los esfuerzos; es menester apelar a un
abordaje de su complejidad, descifrarla con perspectiva sistémica, de género y
de interseccionalidad, reconocer sus dimensiones genético estructurales, desde
los sistemas de creencias y las formas cómo se conforman las subjetividades; y
también hay que develar y combatir los mecanismos de poder de dominación que se
despliegan desde lo micro hasta lo macro, impuestas y reproducidas en leyes e
instituciones, en políticas y en presupuestos gubernamentales, en usos y
costumbres y en patrones culturales diseminados desde los púlpitos y las aulas
escolares.
Y en el centro de todo ello, es necesario
develar el androcentrismo, desenmascarar cómo es que se le hace aparecer como
propio de un orden natural, y trabajar en mostrar que otras masculinidades son
posibles, educando a las nuevas generaciones para el aprendizaje de su ser
personas libres de estereotipos, de mandatos y de exigencias. Para que cada
niño y joven reconozca y valore que todos somos distintos, que no tenemos que
ajustarnos a ningún estereotipo de cómo ser hombre, que no tenemos nada que
demostrar; que podemos ser nosotros mismos de manera genuina y espontanea,
conforme a nuestra personalidad, gustos y elecciones. Que es posible ser un
hombre respetuoso, amoroso y tierno, que se esfuerza por no ser machista ni
violento. Que es necesario que cultivemos nuestras inteligencias emocional —para convivir mejor— y espiritual —como antídoto al vacío existencial—. Que eso nos
permite ser más libres y mejores personas. Porque, además de sustraernos de
reproducir los patrones machistas, aún los más sutiles, genera mayor bienestar
personal y de quienes nos rodean, y puede ir revirtiendo esta crisis
civilizatoria que está haciendo del Antropoceno una verdadera calamidad para la
vida toda en el planeta.
Pero para ello es menester que se
reconozca que no basta con ser mejores hombres en nuestra individualidad, si no
renunciamos a los privilegios que tenemos por serlo, si no nos sustraemos a
actitudes y prácticas machistas, si no rompemos con el pacto patriarcal, si no
trabajamos colectivamente por modificar las bases estructurales e ideológicas,
los resortes y los mecanismos del patriarcado.
Ello va desde el trabajo personal hasta
la responsabilidad del Estado, lo que lo hace sin duda una empresa de
magnitudes inconmensurables; pero que no puede ser postergada. Desenmascarar el
carácter profundamente androcéntrico de la crisis civilizatoria que estamos
viviendo durante el Antropoceno, desmontar las relaciones de dominación que se
dan en todas las interseccionalidades, incluyendo las de clase, por supuesto,
pero también en las de la división de tareas domésticas y las labores de
cuidado, y construir nuevas formas de convivencia, de acuerdos para acceder a
los recursos naturales y para preservar la base ecosistémica y biodiversa de la
vida, pasa por procesos individuales, sin duda, pero que son estériles si no
pasan también por la organización y el ejercicio de ciudadanía traducida en una
lucha política colectiva y de largo aliento.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS
Chaparro Mendivelso, J. y Meneses Arias, I.
(2015). El Antropoceno: aportes para la comprensión del cambio global. Ar@cne, revista electrónica de recursos en internet sobre geografía y ciencias
sociales, 19(203), 1-20.
http://www.ub.edu/geocrit/aracne/aracne-203.pdf
Leff, E. (27-28 de septiembre de 2004). Más allá de la interdisciplinariedad.
Racionalidad ambiental y diálogo de saberes [Ponencia]. Seminario
Internacional Diálogo sobre la Interdisciplina, Observatorio Internacional,
ITESO, Guadalajara, México.
Toledo, V.M. (1992). Modernidad y Ecología. La
nueva crisis planetaria. Ecología
Política (3), 9-22. https://www.ecologiapolitica.info/novaweb2/wp-content/uploads/2019/10/03_Toledo_1992.pdf
Villar, A., Canarias, E., Altamira,
F., Mujika, I., Caballero, I., Fernández, M. y Celis, R. (2013). Los deseos olvidados: La perspectiva de
géneros y de diversidad sexual en el trabajo de cooperación y educación para la
ciudadanía global, Nahia.
WWF (2016). Planeta vivo: Informe 2016.
https://wwf.panda.org/es/noticias_y_publicaciones/publicaciones/informe_planeta_vivo_2016/
[1] Distopía
es un término acuñado recientemente como lo opuesto a utopía, es decir, la
descripción de un futuro que contradice la esperanza por un mundo mejor, como
lo hacen algunas novelas escritas en el siglo pasado: Un mundo feliz de Aldous Huxley; 1984 de Gerorge Orwell; y Fahrenheit
451 de Ray Bradbury.
[2]
Equipo Nahia, Los deseos olvidados: La perspectiva de
géneros y de diversidad sexual en el trabajo de cooperación y educación para la
ciudadanía global, Bilbao, 2013.
[3] Jeffer Chaparro Mendivelso e Ignacio
Meneses Arias, “El Antropoceno: aportes para la comprensión del cambio global”,
ar@cne revista electrónica de
recursos en internet sobre geografía y ciencias sociales, 2015, consultada el
23 de agosto de 2018 en: http://www.ub.edu/geocrit/aracne/aracne-203.pdf
[4] Proceso intenso, acelerado y sin
consideración alguna sobre los efectos de la actividad, obviando la capacidad
de regeneración de la fuente del recurso, como si éste fuera inagotable, y
negando sus impactos acumulativos. Definición libre.
[5] Cfr.
WWF, Planeta vivo, 2016, consultado
el 20 de agosto de 2018 en:
http://www.wwf.org.mx/quienes_somos/informe_planeta_vivo/
[6] Cfr. Víctor Manuel Toledo, “Ecología
mundial: Ante la Conferencia de Río de Janeiro”. Ponencia para el coloquio:
Sociedad y Medio Ambiente en México. El Colegio de Michoacán (Zamora,
Michoacán) septiembre de 1991, consultada el 13 de febrero de 2019 en:
file:///C:/Users/defin/Downloads/Dialnet-ModernidadYEcologiaLaNuevaCrisisPlanetaria-6805798.pdf
[7] Enrique Leff, “Más allá de la
interdisciplinariedad. Racionalidad ambiental y diálogo de saberes”, ponencia
en el Seminario Internacional Diálogo sobre la Interdisciplina, Observatorio
Internacional, iteso. Guadalajara,
27-28 de septiembre, 2004.
[8] Pablo de Tarso, en la Primera carta a
Timoteo 2,11-14, dice: 11. La mujer oiga la instrucción en silencio,
con toda sumisión. 12. No permito que la mujer enseñe ni que
domine al hombre. Que se mantenga en silencio. 13. Porque
Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. 14. Y el
engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión.
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